POEMAS
I
Como un dolor la sirena del puerto.
Y el tumulto en el río de los desaparecidos
en reflejo ascendente.
(Amigos, ella viene de mayo, de proclamas.)
Y el temblor del alma bilingüe
con su andar fugitivo, solitario.
Después, manifestaciones y fatiga.
Una mutación oye el saludo,
noches que acarician ausencia,
voces lastimadas, ahogándose.
Y la pobreza penetrando arrabales
en un destierro de tristeza y desencanto.
Desnuda, la amada
separa las ardeduras de mis labios.
II
Padre, ahora que necesito de tu voz
has partido. Sólo desconcierto indolente.
La amada me pide que te busque.
Me dice que la ausencia desvela al corazón perdido.
Dejaste la bruma,
la soledad que cuida su secreto,
el verso de amor y de experiencia.
Un consuelo que transita dormido
y ciñe el gozo en el orden de los días.
¿Qué hago, padre, ahora
que tienes la cabeza reclinada,
oculta en una barca fenicia,
inmemorial,
entre tanta hipocresía y palabras inútiles?
III
Como aquel que atento a la lucidez
buscó su soledad,
la percepción del límite,
la noche traza su frontera.
Inacabable penetra el recuerdo,
amanece y distrae mi aliento.
Así se encuentra el extravío.
La quilla sobre la amargura
de la usurpación.
Entonces alcanzo a comprender
que no nos salva el amor ni la esperanza.
IV
¿Quién mueve en nosotros
mitos altivos, espléndidos,
o éstos muslos que surcan oleajes
y dioses precarios? ¿Quién se desliza
en la lubricidad del mar?
¿Cuál es el nombre de la rosa inagotable?
¿De dónde ésta pasión
que es ansiedad y aladares sueltos
sobre la incertidumbre del asombro?
Y estas orillas ¿de qué anverso nacen?
En la somnolencia del tacto
arden tempestad y secreto.
V
Sólo tu rostro
entre la luz y el desorden
del viento.
En la respiración intensa de la vida.
Sólo tu rostro espléndido
junto al ensueño de la tarde
sustentando arenas y elegías.
En el instante
del remordimiento o la certeza.
Tu rostro junto al aire y la mirada.
En la vigilia que desnuda pudor.
Huyente, desvalido.
VI
Acecho, errante,
imágenes que alzan tus cabellos
espejo y claridad
angosta figura disuelta, recogida.
Entra y sale, distraídamente,
leve trasver,
devorada por la cautela y el asombro.
Así voy, indeciso, atravesado de pampas
extravíado en las nubes.
Día tras día, acudes incrédula
en la brevedad del alba.
Perceptible, extraña, sostenida.
VII
Al borde de la nube el hada del bosque
se ha sentado a respirar.
Respira el silencio,
la luz indecible que se desprende del follaje,
un violeta sombroso que musita su aroma.
Apoya la mano en mi pecho,
desborda ocio.
Soy Lancelote que busca en el lago
desencanto y amor y claridad mojada.
Llevo el fuego, la sombra del círculo.
La noche avanza sobre su imagen
cimbrante, alzada, esmorecida.
Cierro los ojos y el corazón desvaría.
El hada, desde una nube rojiza.
VIII
Siento en vos,
hembra atada a la niebla
en estas horas de ramajes y plazas,
mientras los días rememoran el vaho de la aldea
el combate de la lluvia,
la incertidumbre de la noche
en tus senos.
Bella desconocida
balanceas el cuerpo sonriente
húmeda de verano y muda ausencia.
Lengua sagrada que recoge mi miembro
pronunciando palabras oraculares.
Detenida, ¡oh, cielos! entre mis piernas.
Cansada de eternidad, perdida.
IX
Así te gozo. Sin que sepas
del mundo,
el trasamor vencido
por donde entremiro impávido.
Soplo que me espacia y me aisla.
La soledad recoge las miradas
de padres y hermanos que arrastraron
ángeles heridos por las hojas,
por distraídos pájaros
recubiertos de escamas y de llanuras.
Te descubro distante.
Imagino entre noches
el hechizo que aventa los cabellos.
X
El edén insurrecto
Luchamos contra lo incomprensible,
contra el ubícuo secreto del amor.
Nuestra jornada lleva pasión y misterio,
la armonía de la libertad en la mirada.
¿Y la alegría caliente aún,
en los cuerpos, tendidos, boca arriba,
mientras espero y siento el querer?
¿Y las aves del jardín
entre antiguos mitos y palomas?
Quizás tu corazón convoque
en la inmaculada desnudez de la rosa
a vientos rebeldes,
a una constelación de huelgas
o al incansable cielo
que se arroja al mar incorruptible de la dicha..
Señora, dí ¿cómo fue?
Ácrata venturosa, fiebre extremada.
XI
Basta un estremecimiento
para alimentar el follaje y el día.
Basta un temblor afín en el sueño
-antes o después del silencio – para que una sombra repita su desnudez
como un espejismo en la marea de la noche.
Sin embargo,
todo es una furtiva ambigüedad del aire,
el reflejo de otra prisión,
una isla rota cubierta de caracoles y odio y luto.
Ahora ajusto la distancia de su rostro.
La transparencia de la amada
derrumba la muerte y la luz azulina
como un animal solitario
que está insomne de noche.
XII
Creces en la ilusión, en la intemperie.
Yo te sueño de a poco. Te incorporo
desde el destierro y la embriaguez del lecho.
Renaces en el desvelo que consume mi alma.
En el susurro de la noche
desnombro fugacidad y engaño,
divinidades de una morada ausente.
Desde esta soledad suspendida te protejo.
Calla, señora mía. Eres parte del destino.
Ya todo es niebla y aflicción y ofrenda.
Evoco la indolencia, el tedio, la belleza nómade
en este devagar hacia la nada.
Carlos Penelas
Buenos Aires, marzo de 2012