– Una de las preocupaciones de su libro es denunciar las lagunas de los estudios históricos. Por ejemplo señala que nadie ha hecho la historia del examen: nadie ha pensado en ello, pero resulta impensable que nadie lo haya pensado.
Los historiadores están, como los filósofos o los historiadores de la literatura, habituados a una historia de las cumbres. Sin embargo, actualmente, a diferencia de los otros, aceptan más fácilmente remover un material «no noble». La emergencia de este material plebeyo en la historia data de unos cincuenta años largos. Existen, pues, menos dificultades para entenderse con ellos. No oiréis jamás decir a un historiador lo que ha dicho alguien, cuyo nombre no importa, en una revista increíble, Raison présente, refiriéndose a Buffon y a Ricardo: Foucault no se ocupa más que de los mediocres.
– Cuando estudia la prisión parece que echa en falta un material, la existencia de monografías, por ejemplo, sobre ésta o aquélla prisión.
Actualmente se vuelve mucho a la monografía, pero a la monografía entendida no tanto como el estudio de un objeto particular, cuanto como un ensayo para hacer emerger los puntos donde un tipo de discurso se ha producido y se ha formado. ¿Qué sería hoy un estudio sobre una prisión o sobre un hospital psiquiátrico? Se han hecho centenas de ellos en el siglo XIX, más que nada sobre los hospitales, estudiando la historia de las instituciones, la cronología de los directores, qué sé yo… Actualmente, hacer la historia monográfica de un hospital, consistiría en utilizar el archivo de este hospital en el movimiento mismo de su formación, como un discurso que se está constituyendo, y mezclándose con el movimiento mismo del hospital, de las instituciones, actuando sobre ellas y reformándolas. Lo que se intentaría reconstruir es el entrecruzamiento del discurso en el proceso, en la historia. Un poco en la línea de lo que Faye hizo con el discurso totalitario.
La constitución de un corpus plantea un problema en el caso de mis investigaciones, pero un problema sin duda distinto del de la investigación lingüística, por ejemplo. Cuando se quiere hacer un estudio lingüístico, o el estudio de un mito, se está obligado a elaborar un corpus, definirlo y establecer los criterios de su constitución. En el dominio mucho más «vago» que estudio el corpus es en un cierto sentido indefinido: no se llegará nunca a constituir el conjunto de discursos existentes sobre la locura, incluso limitándose a una época y a un país determinado. Por lo que se refiere a la prisión, no tendría sentido limitarse a los discursos hechos sobre ella. Existen además los que provienen de la misma prisión, las decisiones, los reglamentos que son elementos constitutivos de la prisión, el mismo funcionamiento de la prisión que tiene sus estrategias, sus discursos no formulados, sus astucias que en último término no son de nadie pero que, sin embargo, son vividas, que aseguran el funcionamiento y la permanencia de la institución. Es todo lo que hay a la vez que recoger y que mostrar. Y el trabajo, a mi parecer, consiste sobre todo en hacer aparecer estos discursos en sus conexiones estratégicas en vez de constituirlos mediante la exclusión de otros discursos.
– Usted determina en la historia de la represión un momento central: el paso del castigo a la vigilancia.
Efectivamente. El momento en el que se ha apercibido que era, según la economía del poder, más eficaz y más rentable vigilar que castigar. Este momento corresponde a la formación, a la vez rápida y lenta, de un nuevo tipo de ejercicio del poder en el siglo XVIII y a comienzos del XIX. Todo el mundo conoce las grandes transformaciones, los reajustes institucionales que han hecho que cambiase el régimen político, la manera como han sido modificadas las delegaciones de poder en la misma cabeza del sistema de Estado. Pero cuando pienso en la mecánica del poder, pienso en su forma capilar de existencia, en el punto en el que el poder encuentra el núcleo mismo de los individuos, alcanza su cuerpo, se inserta en sus gestos, sus actitudes, sus discursos, su aprendizaje, su vida cotidiana. El siglo XVIII ha encontrado un régimen por así decir sináptico del poder, de su ejercicio en el cuerpo social. No por debajo del cuerpo social. El cambio de poder oficial ha estado ligado a este proceso pero a través de desniveles. Es un cambio de estructura fundamental el que ha permitido que se realice, con una cierta coherencia, esta modificación de los pequeños ejercicios del poder. Es cierto también que es el funcionamiento de este nuevo poder microscópico, capilar, el que ha presionado al cuerpo social para rechazar la corte, el personaje del rey. La mitología del soberano no era ya posible a partir del momento en el que una cierta forma de poder se ejercía en el cuerpo social. El soberano se convertía entonces en un personaje fantástico, monstruoso y arcaico a la vez.
Existe pues una correlación entre los dos procesos pero no una correlación absoluta. Han existido en Inglaterra las mismas modificaciones del poder capilar que en Francia. Pero allí, el personaje del rey, por ejemplo, ha sido desplazado a las funciones de representación en lugar de ser eliminado. No se puede, pues, afirmar que el cambio, a nivel de poder capilar, esté absolutamente ligado a los cambios institucionales a nivel de formas centralizadas de Estado.
– Usted demuestra que a partir del momento en el que la prisión se constituye bajo su forma de vigilancia, ha segregado su propio alimento, es decir, la delincuencia.
Mi hipótesis es que la prisión ha estado, desde sus comienzos, ligada a un proyecto de transformación de los individuos. Se tiene la costumbre de creer que la prisión era una especie de depósito de criminales, depósito cuyos inconvenientes se habrían manifestado con el uso de tal forma que se diría era necesario reformar las prisiones, hacer de ellas un instrumento de transformación de los individuos. Esto no es cierto: los textos, los programas, las declaraciones de intención están ahí. Desde el principio, la prisión debía ser un instrumento tan perfeccionado como la escuela, el cuartel o el hospital y actuar con precisión sobre los individuos.
El fracaso ha sido inmediato, y registrado casi al mismo tiempo que el proyecto mismo. Desde 1820 se constata que la prisión, lejos de transformar a los criminales en gente honrada, no sirve más que para fabricar nuevos criminales o para hundirlos todavía más en la criminalidad. Entonces, como siempre, en el mecanismo del poder ha existido una utilización estratégica de lo que era un inconveniente. La prisión fabrica delincuentes, pero los delincuentes a fin de cuentas son útiles en el dominio económico y en el dominio político. Los delincuentes sirven. Por ejemplo, en el provecho que se puede obtener de la explotación del placer sexual: es la puesta en funcionamiento, en el siglo XIX, del gran edificio de la prostitución, que ha sido posible gracias a los delincuentes, que han tomado el relevo entre el placer sexual cotidiano y costoso y la capitalización.
Otro ejemplo: todo el mundo sabe que Napoleón III tomó el poder gracias a un grupo constituido, al menos en los niveles más bajos, por delincuentes de derecho común. Basta ver el miedo y el odio que mostraban los obreros del siglo XIX a los delincuentes para comprender que habían sido utilizados contra ellos en las luchas políticas y sociales, en misiones de vigilancia, de sabotaje, para impedir o romper las huelgas, etc.
– En suma, los americanos en el siglo XX no han sido los primeros en utilizar la maffia para este tipo de trabajos.
En absoluto.
– Existía también el problema del trabajo penal: los obreros temían una concurrencia, un trabajo a bajo precio que habría arruinado su salario.
Posiblemente. Pero me pregunto si el trabajo penal no ha sido orquestado precisamente para lograr entre los delincuentes y los obreros estos malentendidos, tan importantes, para el funcionamiento general del sistema. Lo que temía enormemente la burguesía era esta especie de ilegalismo sonriente y tolerado que se conocía en el siglo XVIII. Es preciso no exagerar: los castigos en el siglo XVIII eran de una enorme dureza. Pero no es menos cierto que los criminales, al menos algunos de ellos, eran bien tolerados por la población. No existía una clase autónoma de delincuentes. Alguien como Mandrin era recibido por la burguesía, por la aristocracia y por el campesinado en los lugares por los que pasaba, y protegido por todos. A partir del momento que la capitalización puso entre las manos de la clase popular una riqueza investida, bajo la forma de materias primas, de maquinaria, de instrumentos, fue absolutamente necesario proteger esta riqueza. Porque la sociedad industrial exige que la riqueza esté directamente en las manos no de quienes la poseen sino de aquellos que permitirán obtener beneficios de ella trabajándola. ¿Cómo proteger esta riqueza? Mediante una moral rigurosa: de ahí proviene esta formidable capa de moralización que ha caído desde arriba sobre las clases populares del siglo XIX. Observad las formidables campañas de cristianización de los obreros de esta época. Ha sido absolutamente necesario constituir al pueblo en sujeto moral, separarlo pues de la delincuencia, separar claramente el grupo de los delincuentes, mostrarlos como peligrosos, no sólo para los ricos sino también para los pobres, mostrarlos cargados de todos los vicios y origen de los más grandes peligros. De aquí el nacimiento de la literatura policíaca y la importancia de periódicos de sucesos, de los relatos horribles de crímenes.
– Usted muestra que eran las clases pobres las principales víctimas de la delincuencia.
Y cuanto más víctimas eran de la delincuencia más miedo le tenían.
– Pero era en estas clases en donde se reclutaba a los delincuentes.
Sí, y la prisión ha sido el gran instrumento de reclutamiento. A partir del momento en que alguien entraba en la prisión, se ponía en marcha un mecanismo que le hacía infame; y cuando salía no podía hacer nada sino recaer en la delincuencia. Entraba necesariamente en el sistema que lo convertía en un rufián, un policía o un confidente de la policía. La prisión profesionalizaba. En lugar de tener como en el siglo XVIII sus bandas nómadas que recorrían el campo y que con frecuencia eran de un gran salvajismo, se pasa a este entorno delincuente bien cerrado, bien custodiado por la policía, medio esencialmente urbano, y que es de una utilidad política y económica nada despreciable.
– Usted señala, y con razón, que el trabajo penal tiene algo de específico: que no sirve para nada. Se pregunta entonces uno cuál es su papel en la economía general.
En su concepción primitiva, el trabajo penal no es el aprendizaje de un oficio determinado sino el aprendizaje de la virtud misma del trabajo. Trabajar en el vacío, trabajar por trabajar debía producir en los individuos la forma ideal de trabajador. Quimera posiblemente, pero que había sido perfectamente programada y definida por los Quáqueros en América (Constitución de las «workhouses») y por los holandeses. Después, a partir de 1835-40, está claro que no se buscaba reformar a los delincuentes sino reunirlos en un espacio bien definido, fichado, que pudiese ser un arma con fines económicos o políticos. El problema no era entonces enseñarles algo, sino por el contrario no enseñarles nada para estar seguros de que cuando saliesen de la prisión no podrían hacer nada. El carácter de banalidad del trabajo penal, ligado en su principio a un proyecto preciso, formará ahora parte de otra estrategia.
– ¿No piensa usted que hoy, y es un fenómeno curioso, se vuelve a pasar del plano de la delincuencia al plano de la infracción, del ilegalismo, haciendo así el camino inverso del que se hacía en el siglo X VIII?
Creo en efecto que la fuerte intolerancia de la población respecto al delincuente, que había intentado instaurar la moral y la política del siglo XIX, se está desmoronando. Se aceptan cada vez más ciertas formas de ilegalismos, de irregularidades. No solamente aquellas que eran aceptadas o toleradas otras veces, como las irregularidades fiscales o financieras, con las que la burguesía ha vivido y mantenido las mejores relaciones. Sino la irregularidad que consiste, por ejemplo, en robar un objeto en una tienda.
– Sin embargo, pese a que las primeras irregularidades fiscales y financieras hubiesen llegado a conocerse por todos, el sentimiento general respecto a las «irregularidades pequeñas» no se ha modificado. Hace algún tiempo una estadística de Le Monde comparaba el daño económico considerable de las primeras y el poco tiempo o años de prisión que les había correspondido de sanción, al daño económico débil de las segundas (comprendidas las irregularidades violentas tales como los atracos) y el número considerable de años de prisión con que habían sido sancionados sus autores. El artículo manifestaba un sentimiento de escándalo ante tal disparidad.
Es una cuestión delicada, que es actualmente el objeto de discusiones en los grupos de antiguos delincuentes. Es cierto que en la conciencia de las gentes, pero también en el sistema económico actual, un cierto margen de ilegalismo aparece como poco costoso y perfectamente tolerable. En América, se sabe que el atraco es un riesgo permanente, corrido por los grandes almacenes. Se tasa más o menos lo que cuesta y uno se apercibe que el costo de una vigilancia y de una protección eficaz sería demasiado elevado, en consecuencia no sería rentable. Se deja hacer. Los seguros cubren, todo ello forma parte del sistema.
Frente a este ilegalismo, que parece extenderse actualmente, ¿nos enfrentamos a una puesta en cuestión de la línea divisoria de la infracción tolerable y tolerada y la delincuencia infamante, o a un simple alto el fuego del sistema, que conociendo su solidez, puede aceptar en sus márgenes ciertas cosas que, en el fondo, no lo comprometen en absoluto? Existe también, sin duda, un cambio en la relación que las gentes tienen con la riqueza. La burguesía no tiene respecto a la riqueza este apego de propiedad que tenía en el siglo XIX. La riqueza ya no es lo que se posee sino aquello de lo que se disfruta. La aceleración en el flujo de la riqueza, sus capacidades cada día mayores de circulación, el abandono del atesoramiento, la práctica del endeudamiento, la disminución de la cantidad de fincas en la fortuna, hacen que el robo no parezca a la gente más escandaloso que el desfalco o el fraude fiscal.
– Hay además otra modificación: el discurso sobre la delincuencia simple condena en el siglo XIX («roba porque es malo») se convierte actualmente en explicación («roba porque es pobre») y también: es más grave robar cuando se es rico que cuando se es pobre.
Existe eso. Y si no existiera más que eso se podría estar tranquilo y optimista. Pero, ¿no existe mezclado con todo esto un discurso explicativo que encierra un cierto número de peligros? Roba porque es pobre, pero vosotros sabéis bien que todos los pobres no roban. Entonces, para que éste robe, algo hay en él que no funciona bien. Este algo es su carácter, su psiquismo, su educación, su inconsciente, su deseo. De un golpe, el delincuente es reenviado de una tecnología penal, la de la prisión, a una tecnología médica, si no la del manicomio, al menos la de estar bajo el cuidado de personas responsables.
– También la relación que usted establece entre técnica y represión penal y médica corre el riesgo de escandalizar a algunos.
Sabe usted, hace quince años todavía se llegaba quizá a escandalizar diciendo cosas como éstas. He advertido que incluso hoy los psiquiatras no me han perdonado la Historia de la locura. Todavía no hace quince días que he recibido una carta insultándome. De todas formas pienso que este tipo de análisis, aunque pueda producir alguna herida, sobre todo a los psiquiatras que arrastran desde hace tiempo su mala conciencia, es actualmente mejor admitido.
– Usted muestra que el sistema médico ha sido siempre el auxiliar del sistema penal, incluso hoy el psiquiatra colabora con el juez, con el tribunal, con la prisión. Para ciertos médicos más jóvenes, que han intentado liberarse de estos compromisos, este análisis es probablemente injusto.
Quizá. Por otra parte no he hecho en Vigilar y castigar sino poner algunos jalones. Preparo actualmente un trabajo sobre exámenes periciales psiquiátricos en materia penal. Publicaré historiales, algunos de los cuales se remontan al siglo XIX, pero otros son más contemporáneos, y son realmente terroríficos.
– Usted distingue dos delincuencias: la que termina en la policía, y la que se pierde en la estética, Vidocq y Lacenaire.
Mi análisis termina hacia los años 1840 que me parecían muy significativos. Es en este momento cuando comienza el largo concubinato de la policía y de la delincuencia. Se ha hecho el primer balance del fracaso de la prisión, se sabe que la prisión no reforma, sino que por el contrario fabrica delincuencia y delincuentes, y éste es el momento en que se descubren los beneficios que se pueden obtener de esta fabricación. Estos delincuentes pueden servir para algo aunque no sea más que para vigilar a los delincuentes. Vidocq es representativo de ello. Viene del siglo XVIII, del período revolucionario e imperial en el que ha sido contrabandista, un poco rufián, desertor. Formaba parte de esos nómadas que recorrían las ciudades, los campos, los ejércitos, circulaban. Criminalidad viejo estilo. Después fue absorbido por el sistema. Fue a presidio, y salió convertido en confidente de la policía, pasó a policía y últimamente a jefe de servicios de seguridad. El es, simbólicamente, el primer gran delincuente que ha sido utilizado como delincuente por el aparato de poder.
En cuanto a Lacenaire, es la señal de otro fenómeno diferente pero ligado al primero: el del interés estético, literario que se comienza a dar al crimen, la heroización estética del crimen. Hasta el siglo XVIII, los crímenes no eran heroizados más que de dos modos: un modo literario cuando se trataba de los crímenes de un rey y porque eran los crímenes del rey, o un modo popular que se encuentra en las «hojas sueltas», las coplas, que cuentan las fechorías de Mandrin o de un asesino famoso. Dos géneros que no se comunicaban en absoluto. Hacia 1840 aparece el héroe criminal, héroe ya que criminal que no es ni aristócrata ni popular. La burguesía se proporciona sus propios héroes criminales. Esto sucede en el mismo momento en que se produce esta ruptura entre los criminales y las clases populares: el criminal no debe ser un héroe popular sino un enemigo de las clases pobres. La burguesía por su parte constituye una estética en la que el crimen ya no es más popular sino una de esas bellas artes de la que solamente ella es capaz. Lacenaire es el tipo de este nuevo criminal. Es de origen burgués o pequeño-burgués. Sus padres han fracasado en los negocios pero él ha sido bien educado, ha ido al colegio, sabe leer y escribir. Esto le ha permitido jugar en su medio un papel de líder. La forma como habla de los otros delincuentes es característica: esas bestias brutas, cobardes y torpes. Lacenaire, él, era el cerebro lúcido y frío. Se constituye así el nuevo héroe que ofrece todos los signos y prendas de la burguesía. Esto va a conducirnos a Gaborian, y a la novela policíaca en la que el criminal pertenece siempre a la burguesía. En la novela policíaca nunca un criminal es popular. El criminal es siempre inteligente, juega con la policía una especie de juego de igualdad. Lo gracioso es que, en la realidad, Lacenaire era lamentable, ridículo, torpe. Había soñado siempre con matar, pero no llegaba a hacerlo. La única cosa que sabía hacer era chantajear a los homosexuales con los que ligaba en el «bois de Boulogne». El único crimen que había cometido fue el de un viejecillo con el que había hecho algunas cochinadas en la prisión. Falto un pelo para que Lacenaire no fuese liquidado por sus compañeros de detención en La Force porque le echaban en cara, sin duda con razón, ser un confidente.
– Cuando usted dice que los delincuentes son útiles, ¿no se puede pensar que con mucho la delincuencia forma parte más de la naturaleza de las cosas que de la necesidad político-económica? Ya que se podría pensar que, para una sociedad industrial, la delincuencia es una mano de obra menos rentable que la mano de obra obrera.
Hacia los años 1840, el paro, el empleo a medio tiempo son una de las condiciones de la economía. La mano de obra sobraba. Pero pensar que la delincuencia forma parte del orden de las cosas, forma sin duda parte de la inteligencia cínica del pensamiento burgués del siglo XIX. Era necesario ser tan ingenuo como Baudelaire para imaginarse que la burguesía es tonta y gazmoña. Es inteligente y cínica. Basta leer lo que decía sobre sí misma, y mucho mejor, sobre los demás. La sociedad sin delincuencia. ¡Con ello se soñó a finales del siglo XVIII. Y -después, inmediatamente, pfft! La delincuencia era demasiado útil para que se pudiera soñar algo tan tonto y tan peligroso como una sociedad sin delincuencia. Sin delincuencia, no hay policía. ¿Qué es lo que hace tolerable la presencia de la policía, el control policial a una población si no es el miedo al delincuente? Usted habla de una suerte prodigiosa. Esta institución tan reciente y tan pesada de la policía no se justifica más que por esto. Si aceptamos entre nosotros a estas gentes de uniforme, armadas, mientras nosotros no tenemos el derecho de estarlo, que nos piden nuestros papeles, que rondan delante de nuestra puerta, ¿cómo sería esto posible si no hubiese delincuentes? ¿Y si no saliesen todos los días artículos en los periódicos en los que se nos cuenta que los delincuentes son muchos y peligrosos?
– Usted es muy duro con la criminología, con su «discurso chismoso», con su «cantinela».
¿Ha leído usted alguna vez textos de criminólogos? Es para cortarse el cuello. Y lo digo con asombro, no con agresividad, porque no termino de comprender cómo este discurso de la criminología ha podido quedar en eso. Uno tiene la impresión de que el discurso de la criminología tiene una utilidad tal, es exigido tan fuertemente y se hizo tan necesario para el funcionamiento del sistema, que no tuvo siquiera la necesidad de darse una justificación teórica, y ni siquiera una coherencia, un armazón. Es totalmente utilitario. Y pienso que es necesario buscar por qué un discurso «sabio» ha sido considerado indispensable para el funcionamiento de la penalidad en el siglo XIX. Ha sido considerado necesario gracias a esta coartada, que funciona desde el siglo XVIII, y según la cual si se impone un castigo a alguien no es para castigarlo por lo que ha hecho, sino para transformarlo en lo que es. A partir de entonces, juzgar penalmente es decirle a alguien: se te va a cortar la cabeza, o se te va a meter en prisión, o simplemente, se te va a imponer una multa porque has hecho esto y aquello, es un acto que no tiene ninguna significación. Desde que se suprime la idea de venganza, que era en otro tiempo el hecho del soberano, del soberano atacado en su misma soberanía por el crimen, la punición no puede tener significación más que en una tecnología de la reforma. Y los jueces, ellos mismos, sin quererlo y sin darse cuenta incluso, han pasado poco a poco de un veredicto que contenía todavía connotaciones punitivas a un veredicto que no puede justificarse, según ellos mismos dicen, más que a condición de que sea transformador del individuo. Pero los instrumentos que se les han dado, la pena de muerte, el presidio, hoy la detención o la reclusión, se sabe bien que no los transforman, de ahí la necesidad de pasar la mano a gentes que van a tener, sobre el crimen y los criminales, un discurso que podrá justificar las medidas en cuestión.
– En suma, el discurso criminológico, ¿es solamente útil para dar una apariencia de buena conciencia a los jueces?
Sí, o más bien indispensable para permitir juzgar.
En su libro sobre Pierre Riviére, es un criminal el que habla, y quien escribe. Pero, a diferencia de Lacenaire, ha ido hasta el final en su crimen. Antes de nada, ¿cómo encontró ese texto sorprendente?
Por casualidad. Buscando sistemáticamente exámenes periciales médico-legales, psiquiátricos, en plan penal, en las revistas de los siglos XIX y XX.
– Porque es rarísimo que un campesino iletrado, o muy poco letrado, se ponga a escribir así cuarenta páginas para explicar y contar su crimen.
Es una historia absolutamente extraña. Se puede, no obstante, decir, y ello me ha sorprendido, que en esas circunstancias escribió su vida, sus recuerdos, lo que le había sucedido, constituía una práctica de la que existen bastante testimonios precisamente en las prisiones. Un tal Appert, uno de los primeros filántropos que recorrió cantidad de presidios y prisiones, ha hecho escribir a los detenidos sus memorias, de las que publicó algunos fragmentos. En América se encuentran médicos y jueces que hacen lo mismo. Era el síntoma de una gran curiosidad respecto a estos individuos a los que se quería transformar, y para su transformación era preciso procurarse un cierto saber, una cierta técnica. Esta curiosidad por el criminal no existía en absoluto en el siglo XVIII, en el que se trataba simplemente de saber si el inculpado había hecho realmente aquello que se le imputaba. Establecido esto, la tarifa estaba fijada. La cuestión, ¿quién es este individuo que ha cometido este crimen? es una cuestión nueva. No basta, sin embargo, para explicar la historia de Pierre Riviére. Porque Pierre Riviére, lo dice claramente, había querido comenzar a escribir su memoria antes de cometer el crimen. Nosotros no quisimos en absoluto hacer en este libro un análisis psicológico, psicoanalítico o lingüístico de Pierre Riviére, sino mostrar la maquinaria médica y judicial que rodea la historia. Acerca del resto, dejamos el cuidado de hablar a los psicoanalistas y a los criminólogos. Lo que es asombroso, es que este texto que los había dejado sin voz en su época, los ha dejado hoy en el mismo mutismo.
– He encontrado en la Historia de la locura una frase en la que usted dice que conviene «desprender las cronologías y las sucesiones históricas de toda perspectiva de progreso».
Es algo que debo a los historiadores de las ciencias. Tengo esta precaución metodológica, este escepticismo radical, pero sin agresividad, que tiene por principio no tomar el punto en el que nos encontramos como el resultado de un progreso que precisamente se tendría que reconstruir en la historia, tener respecto a nosotros mismos, a nuestro presente, a lo que somos, al aquí y al ahora, este escepticismo que impide que se suponga qué es mejor o qué es más. Lo cual no excluye que se intente reconstruir procesos generativos, sino que se haga sin cargarlos de una positividad, de una valoración.
– Mientras que la ciencia ha partido largo tiempo del postulado que la humanidad progresaba.
¿La ciencia? Más bien la historia de la ciencia. Y yo no digo que la humanidad no progrese. Digo que es un mal método plantearse el problema: ¿cómo ha sido posible que hayamos progresado? El problema es ¿cómo sucede esto? Y lo que pasa ahora no es necesariamente mejor ni más elaborado, o más lúcido de lo que pasó otras veces.
– Sus investigaciones tratan de cosas banales o banalizadas porque no son vistas. Por ejemplo, estoy sorprendido de que las prisiones estén en las ciudades y nadie las vea. O que citando se las ve, se pregunta distraídamente si se trata de una prisión, de una escuela, de un cuartel o de un hospital sin más. El suceso ¿no es hacer visible aquello que nadie ve?
O también de una cierta manera estudios muy minuciosos como la situación del régimen fiscal y del campesinado en el Bas-Languedoc entre 1880 y 1882, fenómeno capital que nadie veía, del mismo modo que la prisión.
En un sentido, la historia ha sido siempre hecha de ese modo. Mostrar lo que no se veía debido quizás a que se utilizaba un instrumento de ampliación, y que en lugar de estudiar las instituciones de la monarquía entre el siglo XVI y el final del XVIII, se puede estudiar perfectamente la institución del Consejo desde arriba entre la muerte de Enrique IV y la llegada de Luis XIII. Se ha permanecido en el mismo dominio del objeto pero éste se ha agrandado. Pero hacer ver lo que no se veía puede ser cambiar de nivel, dirigirse a un nivel que hasta entonces no era pertinente históricamente, que no tenía ninguna valoración, ni moral, ni estética, ni política, ni histórica. Hoy día es evidente que la manera de tratar a los presos forma parte de la historia de la razón. Pero esto no lo era tanto hace cincuenta años, cuando la historia de la razón era Platón, Descartes, Kant, o aun Arquímides, Galileo y Newton.
– De todos modos hay entre razón y sinrazón un juego de espejos, una antinomia simple, que no existe cuando usted escribe: «se hace la historia de las experiencias sobre los ciegos de nacimiento, los niños lobo, o la hipnosis. Pero, ¿quién hará la historia más general, más borrosa, más determinante también del examen?… pues en esta fina técnica todo un dominio del saber, todo un tipo de poder se encuentran comprometidos».
De forma general, los mecanismos de poder nunca han sido muy estudiados en la historia. Han sido estudiadas las personas que detentaban el poder. Se trataba de la historia anecdótica de los reyes, de los generales. A ésta se le ha opuesto la historia de los procesos, de las infraestructuras económicas. A su vez a ésta se ha opuesto una historia de las instituciones, es decir, aquello que se considera como superestructura en relación a la economía. Ahora bien, el poder en sus estrategias, a la vez generales y afinadas, en sus mecanismos, nunca ha sido muy estudiado. Una cosa que ha sido aún menos estudiada, es el conjunto de relaciones entre el poder y el saber, las incidencias del uno sobre el otro. Se admite, es una tradición del humanismo, que desde que se toca al poder se cesa de saber: el poder vuelve loco, los que gobiernan son ciegos. Y sólo aquellos que están alejado del poder, que no están en absoluto ligados a la tiranía, que están encerrados con su estufa, en su habitación, con sus meditaciones, éstos únicamente pueden descubrir la verdad.
Ahora bien, tengo la impresión de que existe, y he intentado mostrarlo, una perpetua articulación del poder sobre el saber y del saber sobre el poder. No basta con decir que el poder tiene necesidad de éste o aquél descubrimiento, de ésta o aquélla forma de saber, sino que ejercer el poder crea objetos de saber, los hace emerger, acumula informaciones, las utiliza. No puede comprenderse nada del saber económico si no se sabe cómo se ejercía, en su cotidianeidad, el poder, y el poder económico. El ejercicio del poder crea perpetuamente saber e inversamente el saber conlleva efectos de poder. El mandarinato universitario no es más que la forma más visible, la más esclerotizada, y la menos peligrosa de esta evidencia. Se necesita ser bien ingenuo para imaginar que en el mandarín universitario culminan los efectos de poder ligados al saber. Más que en el personaje del viejo profesor, se encuentran en otra parte, difusos, anclados, peligrosos de otra manera.
El humanismo moderno se equivoca, pues, estableciendo esta división entre saber y poder. Están integrados, y no se trata de soñar un momento en el que el saber no dependería más del poder, lo que es una forma de reconducir bajo forma utópica el mismo humanismo. No es posible que el poder se ejerza sin el saber, es imposible que el saber no engendre poder. «Liberemos la investigación científica de las exigencias del capitalismo monopolista»: es posiblemente un excelente slogan pero no será nunca más que un slogan.
– Usted parece tener una cierta distancia respecto a Marx y al marxismo, esto le ha sido ya reprochado a propósito de la Arqueología del saber.
Sin duda. Pero hay también por mi parte una especie de juego. Me sucede con frecuencia citar frases, conceptos, textos de Marx, pero sin sentirme obligado a adjuntar la pequeña pieza identificadora que consiste en hacer una cita de Marx, en poner cuidadosamente la referencia a pie de página y acompañar la cita de una reflexión elogiosa. Mediaciones gracias a las cuales uno será considerado como alguien que conoce a Marx, que reverencia a Marx y se verá honrado por las revistas llamadas marxistas. Yo cito a Marx sin decirlo, sin ponerlo entre comillas, y como no son capaces de reconocer los textos de Marx, paso por ser alguien que no cita a Marx. ¿Un físico cuando hace física, siente la necesidad de citar a Newton o a Einstein? Los utiliza, no tiene necesidad de comillas, de notas a pie de página o de aprobación elogiosa que pruebe hasta qué punto es fiel al pensamiento del Maestro. Y como los otros físicos saben lo que hizo Einstein, lo que ha inventado, demostrado, lo reconocen al paso. Es imposible hacer historia actualmente sin utilizar una serie interminable de conceptos ligados directa o indirectamente al pensamiento de Marx y sin situarse en un horizonte que ha sido descrito y definido por Marx. En caso límite se podría uno preguntar qué diferencia podría haber entre ser historiador y ser marxista.
– Para parafrasear a Astruc diciendo: el cine americano, este pleonasmo, se podría decir: el historiador marxista, este pleonasmo.
Aproximadamente. Y es en el interior de este horizonte general definido y codificado por Marx que comienza la discusión. Con aquellos que van a declararse marxistas porque juegan esta especie de regla de juego que no es la del marxismo sino de la comunistología, es decir, definida por los partidos comunistas que señalan la manera cómo se debe utilizar a Marx para ser, por ellos, declarado marxista.
– Y ¿qué pasa con Nietzsche? Estoy sorprendido por su presencia difusa, pero cada día más fuerte, y finalmente en oposición a la hegemonía de Marx, en el pensamiento y el sentimiento con temporáneos desde hace una decena de años.
Ahora, permanezco mudo cuando se trata de Nietzsche. Cuando era profesor hice con frecuencia cursos sobre él, pero hoy no lo haría. Si fuese pretencioso, pondría como título general a lo que hago: genealogía de la moral.
Nietzsche es el que ha dado como blanco esencial, digamos al discurso filosófico, la relación de poder. Mientras que para Marx, era la relación de producción. Nietzsche es el filósofo del poder, pero que ha llegado a pensar el poder sin encerrarse en el interior de una teoría política para hacerlo.
La presencia de Nietzsche es cada día más importante. Pero me cansa la atención que se le presta para hacer sobre él los mismos comentarios que se hacen o se harían sobre Hegel o Mallarmé. Yo, las gentes que amo, las utilizo. La única marca de reconocimiento que se puede testimoniar a un pensamiento como el de Nietzsche es precisamente utilizarlo, deformarlo, hacerlo chirriar, gritar. Mientras tanto, los comentaristas se dedican a decir, si se es o no fiel, cosa que no tiene ningún interés.
Entretien sur la prison: Le livre et sa methode.
Rev. Magazine Littéraire, n.° 101, junio 1975. Págs. 27-33.
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