Por: Pablo Rodríguez
ALERTA. “Es evidente hoy que la violencia estatal destruye los derechos humanos”, dice Butler.
Michel Foucault es reconocido como uno de los pilares de la lucha por las minorías sexuales, en especial de su vertiente académica. Sin embargo, solía poner el dedo en la llaga respecto de la definición de una identidad sexual. Hacer de dicha identidad el eje de definición subjetiva era para él hacerle el juego a los mecanismos de dominación actuales. El desafío era pensar en una política de izquierda actual que no repitiera los dogmatismos de la izquierda clásica, esa misma que lo eyectó del Partido Comunista francés por su homosexualidad.
Décadas después, la estadounidense Judith Butler tomó la posta de Foucault. En aquel tiempo la lucha era por la liberación sexual; hoy, por el matrimonio gay al que el Congreso argentino acaba de otorgarle fuerza de ley. Y Butler, lejos de adoptar las posiciones dicotómicas que suelen simplificar las cosas, se pregunta si esta lucha no tiene una arista conservadora: la de mantener el dispositivo de alianza matrimonial que fue analizado por Foucault. Para ella, ciertos rasgos de la política de izquierda, sobre todo en el hemisferio norte, muestran un dogmatismo del mismo tipo que el que sufrió el filósofo francés. Antes era la lucha de clases, ahora son los derechos de las minorías sexuales. Baste como ejemplo el que cita Butler: los inmigrantes que quieren entrar en Holanda tienen que declarar su apoyo a los derechos de los gays, de lo contrario serán deportados.
Y en este ejemplo se encuentra el núcleo de su libro Marcos de guerra. Las vidas lloradas, que es la continuación de Vida precaria. Butler intenta vincular tres temas que al norte del Ecuador son candentes pero cuya vinculación parece incierta: la guerra, la inmigración y la sexualidad. La filósofa encuentra en los tres un fanatismo por reducir al otro a una condición infrahumana, “una vida que no merece ser llorada”, justamente tras años de escuchar variados discursos sobre la “otredad”. Butler somete a crítica al multiculturalismo, a las versiones simplistas de las luchas de género y, por supuesto, al complejo ideológico llevado adelante por el gobierno de Bush para llevar adelante sus guerras (son artículos escritos entre 2004 y 2008). Butler charló con Ñ sobre varias de estas cuestiones: la definición de la izquierda hoy, la relación entre sexualidad, guerra e inmigración y el papel central de los medios, y sobre otras más controvertidas, como las trampas de reivindicar “el derecho a la vida” y las paradojas de la definición de los delitos de lesa humanidad para juzgar atrocidades cometidas en el pasado.
-¿Qué significa hoy “ser de izquierda”?
-Pienso que los nuevos modos de hacer la guerra llaman a pensar nuevos modos de responsabilidad política. ¿Cómo entendemos los mecanismos básicos de opresión y sujeción cuando el agente no es exclusivamente el Estado-nación? ¿Cómo debemos entender el papel de los medios digitales dentro de los sistemas de guerra? ¿Necesitamos una crítica de estos sistemas de comunicación para poder ofrecer una crítica de la guerra? La izquierda está fragmentada. Las coaliciones antimilitaristas están lejos de los partidos socialistas y socialdemócratas oficiales. Tenemos que repensar esta distancia, entender esta división y operar dentro de ella.
-En la introducción del libro, pone reparos sobre la situación de la izquierda en relación con el gobierno de Barack Obama.
-Marcos de guerra fue publicado poco antes de la asunción de Obama y esos reparos eran ciertos. Obama continuó las políticas de Bush más de lo que habíamos esperado. Hemos visto la escalada de la guerra en Afganistán, el uso creciente de los aviones no tripulados que siempre matan a civiles, una manera mercantilista de concebir la seguridad social y un fracaso para oponerse firmemente al ataque israelí en Gaza. En estos casos se juega cuáles vidas pueden ser lloradas y cuáles no. Su retórica es mucho más inspirada que sus acciones. La cuestión es si la población aceptará o no esta distancia entre el discurso y las acciones de Obama.
-En relación con las vidas que pueden o no ser lloradas, usted plantea que los medios cumplen un papel importante en estas definiciones, que exacerban el dolor de las víctimas para generar una política de la venganza donde ya no pueda ser recibida la demanda de una vida digna de ser llorada. ¿Estaríamos ante una suerte de “ejecución pública” realizada mediáticamente?
-No quisiera que se entienda que los medios simplemente manipulan los afectos. No creo que puedan jugar con nosotros tan fácilmente. Pero creo que podemos entender a los medios como aquello que construye la idea de “una vida digna de ser llorada”. Ciertas presunciones sobre religión, raza, género y clase se hacen normales con el tiempo: son “creencias” que toman la forma de figuras icónicas, y esa iconicidad es reproducida a través de la circulación mediática, logrando cierta eficacia. Ahora bien, más allá de la escena mediática, no hay dudas de que Foucault fue demasiado rápido al hacer la distinción histórica entre regímenes disciplinarios y predisciplinarios. Pueden trabajar en conjunto; lo hemos visto en varios países, incluyendo la Argentina de la última dictadura, cuando la psiquiatría trabajó junto con los sistemas de tortura. Quizá tengamos que repensar la idea de que la disciplina toma el lugar de la tortura. Pueden estar
juntas, una puede liderar a la otra, o hacerse indistinguibl- es.
-Usted plantea que, de hecho, la tortura hoy está legitimada por discursos de saber que esencializan las diferencias culturales. ¿Cómo se da esta situación?
-En la guerra contra Irak la tortura se convirtió en un tipo de humillación sexual que produce coercitivamente al sujeto árabe, y que se basa en apropiaciones teóricas curiosas como las de The Arab mind, de Raphael Patai. Este libro de los años 70 pretende mostrar cómo es la mentalidad árabe y contiene una gran cantidad de prejuicios. Pues bien, The Arab mind fue material de lectura del personal militar, pero no lo fue la Convención de Ginebra, que regula el tratamiento de los prisioneros de guerra. Lo que se les inculcó a los militares es la idea de que las culturas árabes, supuestamente musulmanas, son premodernas y no aptas para la vida democrática. Esto sirve como una precondición para el tratamiento brutal de los prisioneros. Por un lado, es un prejuicio cultural. Por el otro, el prejuicio cultural en acción significa tortura.
-En relación con la cuestión del terrorismo invocado como motivo de guerra, usted rescata una posición polémica como la de Talal Asad, quien afirma que no hay manera de juzgar a la violencia como justa o injusta partiendo de su origen estatal o no estatal. En la Argentina, respecto de los delitos cometidos por la dictadura, se suele invocar la condición estatal como definitoria de la “lesa humanidad”. ¿Podría explicar su posición?
-Por un lado, se podría decir que una de las razones de ser de un Estado democrático es la protección de los derechos humanos de los ciudadanos. Por el otro, debemos ser capaces de defender los derechos humanos de quienes no son ciudadanos. Si el Estado no puede proveer tal defensa, ¿qué hacemos? Es una cuestión de los derechos de quienes no pertenecen a ningún Estado y están implicados en acciones de guerra, pero también es cuestión de los indocumentados cuyos derechos humanos también deben ser protegidos. Si sólo consideramos como merecedoras de derechos a aquellas vidas que representan al Estado-nación, estamos definiendo tácitamente al ser humano en relación con su pertenencia a un Estado. Cualquiera que sea el significado de “humanidad”, es evidente hoy que la violencia estatal destruye los derechos “humanos”. Quién es un “ser humano” es una cuestión que surge de manera urgente por fuera de la ciudadanía como tal y en el límite del poder del Estado, y la manera en que resolvamos esta cuestión tendrá claras consecuencias sobre cómo pensamos la estatalidad y sus derechos. Quizá tengamos que poner entre paréntesis el poder del Estado para comenzar a repensar lo humano en su totalidad.
-¿Se puede suspender el poder del Estado? En el caso del matrimonio gay, que recientemente fue convertido en ley en nuestro país tras una virulenta polémica, la cuestión reside en pedirle al Estado que reconozca ciertos derechos a ciertas minorías, algo que a usted la perturba.
-Es cierto que en Marcos de guerra insisto sobre esta cuestión, pero quiero decir que no me opongo al matrimonio gay. Pienso que el matrimonio debe ser abierto a cualquier pareja de adultos que quieran entrar en ese contrato, sin fijarse en su orientación sexual. Es un asunto de igualdad de derechos civiles. Pero no sé si este derecho particular debe ser la vanguardia del movimiento gay. Deberíamos preguntarnos por qué el matrimonio está restringido a dos personas, aunque parezca una broma. ¿Cuáles son los modos en que es organizada la sexualidad, y por qué tipos de organización estamos luchando? Aquellos que están luchando por lograr otras formas sociales para la sexualidad se están convirtiendo en “minorías” dentro del movimiento para establecer los derechos de los gays al matrimonio. ¿Por qué no estamos pensando en otros modos de dependencia, parentesco y alianza sexual? ¿Por qué el movimiento no se focaliza en contrarrestrar la
violencia de género en todos sus niveles o nos ayuda a sostener a los jóvenes queers o a luchar por vivienda digna y beneficios sociales para la gente de edad que no está dentro del modelo marital o familiar clásico?
-También critica las visiones esencialistas que reivindican el “derecho a la vida”.
-Estas visiones piensan que ese derecho corresponde al de una vida individual. Por ese error quedamos presos de debates acerca de qué es un individuo vivo. Se trata de las normas que gobiernan la inteligibilidad de un ser humano. Podemos intentar otra interpretación: preguntarnos sobre las condiciones en las cuales la vida se hace vivible. Tenemos que luchar por esas condiciones. La pregunta por la vida en abstracto responde a posiciones cercanas al humanismo y al individualismo liberal. Lo que yo propongo es pensar a la vida a partir de sus condiciones sociales y desde allí juzgar qué vida merece ser vivida.
Tomado de Suplemento Ñ – Clarín –