1. Una visión introductoria (con estadísticas)
A partir del Informe de 1995 , el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) permitió afirmar con certeza que, conforme a los indicadores oficiales y la metodología elaborada por el grupo que encabezó Mahbub ul Haq, “no hay actualmente ninguna sociedad donde las mujeres dispongan de las mismas oportunidades que los hombres” .
Un par de años antes, en una comunidad rural centroamericana se llevó a cabo un taller destinado a identificar la percepción de sus miembros, hombres y mujeres, del tiempo dedicado al conjunto de tareas necesarias para el sustento doméstico . Un centenar de parejas elaboró una amplia lista de actividades masculinas y femeninas y, de común acuerdo, asignó a cada una las horas o medias horas que consideraban necesarias para su realización. Pese a las diferencias estacionales de algunos trabajos, como los de siembra y cosecha, las apreciaciones colectivas fueron consensuadas sin grandes cuestionamientos. En seguida se procedió a sacar cuentas. Esta operación se hizo en pequeños grupos, cada uno de los cuales presentaría luego sus conclusiones al plenario. Las evidencias eran claras por todos lados: las mujeres invertían mucho más del tiempo de trabajo diario que los hombres. Si bien en general éstos consagraban entre ocho y diez horas diarias a sus labores, ninguna mujer lo hacía menos de doce horas y buen número de ellas alcanzaba hasta quince. Los señores buscaban ajustar sus cálculos y formulaban explicaciones y justificaciones. Cuando se dieron cuenta de que el mismo problema se había presentado en todos los grupos y lo discutieron ante todos y todas, entre enojos y bromas acabaron por aceptar que acarrear varias veces al día dos baldes con 15 litros de agua cada uno a una distancia de varios kilómetros requiere al menos tanto esfuerzo físico como trabajar con el arado: los más lucidos concluyeron que algo tenían que hacer para transformar la situación. Pero, no obstante las desaveniencias conyugales que la investigación produjo y los compromisos por el cambio negociados al final del taller, en aquella comunidad todo seguía más o menos igual cuando el PNUD publicó su informe previo a la Conferencia de Pekín.
Para éste, se examinó una muestra del uso del tiempo en 14 países industrializados, 9 países en desarrollo y 8 de Europa del este, elegidos por la disponibilidad y la confiabilidad de la información. El tiempo se midió en promedios semanales y mensuales de las horas y minutos diarios, y se dividió por un lado en el dedicado a las llamadas actividades no económicas y económicas productivas, y por otra en el dedicado a las actividades productivas destinadas al mercado (que se computan en el Sistema de Cuentas Nacionales, SCN, de la ONU).
Sin entrar en todos los detalles resumo algunas de las conclusiones pertinentes para este trabajo:
a) En los países en desarrollo, las mujeres realizan el 53% del tiempo total dedicado a todas las actividades económicas, y los hombres el 47%.
b) De ese tiempo económico femenino, sólo el 34% se registra en el SCN, mientras que del correspondiente masculino se registra el 76% (66% del trabajo de las mujeres y 24% del masculino son invisibles ).
c) En los países industrializados, el tiempo total dedicado por las mujeres a las actividades económicas alcanza el 51%, y por los hombres el 49% (los trabajos invisibles representan los mismos porcentajes que en los países en desarrollo).
Los promedios se obtuvieron de datos que son diferentes en cada país examinado. Veamos:
a) En las zonas urbanas de los países en desarrollo, por cada 100 horas de trabajo masculino, las mujeres trabajan: en Kenya 103, en Nepal 105, en Venezuela 106, en Indonesia 109 y en Colombia 112.
b) En las zonas rurales, los tiempos de trabajo registrados por cada 100 horas de trabajo masculino son: en Bangladesh 110, en Guatemala y en Nepal 118, en Filipinas 121 y en Kenya 135.
c) La distribución del tiempo de trabajo femenino se registró así en los países industrializados: en Finlandia 105, en Estados Unidos 106, en Noruega 108, en los Países Bajos 109, en Francia 111 y en Italia 123.
Por otra parte, el mismo Informe de PNUD permite ver que en la conducción del mundo los hombres ocupan el 94% de las puestos ministeriales, el 90% de los escaños parlamentarios y el 86% de los puestos administrativos y ejecutivos. Además, el 62% de la llamada población activa la integran los hombres, quienes abarcan el 54% de la matrícula escolar en sus tres niveles.
Hasta aquí este panorama cuantitativo que sustenta la definición del tiempo masculino como tiempo patriarcal.
2. Tiempo de patriarcado
El patriarcado es el tiempo histórico construido sobre nociones específicas de secuencia y transcurso, del dominio masculino de las sociedades, de la dominación de los hombres en sociedades y culturas de una diversidad asombrosa. La estructura patriarcal de las relaciones ha sido una constante en todas las estructuras económicas, políticas y religiosas de las que tenemos conocimiento, pese a la enorme variedad de sus manifestaciones.
Es un tiempo inmemorial y es a la vez el tiempo de las relaciones cotidianas íntimas y públicas, conscientes e inconscientes, de las concepciones de la realidad que motivan la interpretación del pasado, las ideas del futuro y, sobre todo, el actuar permanente en que se desarrolla, se reproduce y se fortalece el orden paradigmático del dominio de los hombres .
Son sus características fundamentales la escisión de los géneros y el antagonismo entre ellos estructurado en el dominio masculino y en la opresión de las mujeres, con sus correspondientes, aunque diversas y complejas, construcciones de los cuerpos, formas que toman las relaciones sociales, concepciones del mundo, normas, lenguajes, discursos, instituciones y opciones de vida.
El tiempo patriarcal (un tiempo de aparente eternidad concretada en la reproducción permanente de ciclos espirales copiados de sí mismos) tiene como paradigma al hombre (es decir, a todos los hombres) y a sus intereses dominantes. Es un tiempo masculino que comenzó a correr con el big bang de la opresión humana, quizá desde el inicio de la expansión de la cultura . Pero el tiempo en que dura cada vida se marca de manera diferente conforme a los mandatos culturales asignados como algo ineludible a cada sujeto conforme a su género.
Este tiempo concreto transcurre diferencialmente en masculino y en femenino. Cada mujer y cada hombre sintetizan y concretan los procesos históricos que los hacen ser sujetos de género suficientemente aceptables para cada sociedad, portadores de su cultura, herederos de sus tradiciones religiosas, nacionales, de clase…
Su tiempo, el tiempo de su época, el de la duración de su vida y el de cada uno de sus días, se desencadenan, en masculino o en femenino, en el momento mismo en que con voz contundente se proclama, para asignarle género e iniciar la construcción de su propio cuerpo, que cada recién nacido “es niño” o “es niña” .
El orden genérico de la vida social, y por lo tanto su tiempo y sus tiempos, resultan de las atribuciones adjudicadas diferencialmente a hombres y mujeres, y se manifiestan en todos los aspectos de las relaciones entre unos y otras. Cada sociedad organiza su propia estructura y su propio tiempo con fundamento en la asignación de género, que no es otra cosa que la clasificación axiológica funcional de los sujetos, la cual está siempre presente en todas las dimensiones de la vida humana. En este complejo proceso se establecen y se ajustan los modelos del ser y se establecen las normas del deber ser que permiten a cada sujeto asemejarse cuanto sea posible a algún modelo genérico prescrito y, por lo tanto, a ser aceptado como individuo de su sociedad.
El tiempo de cada género corresponde con los principios binarios que establecen atributos y momentos excluyentes y contrarios. Pero, por más que las normas fundamentales de la dominación genérica se cumplan en permanencia, la vivencia de los atributos y de los tiempos genéricos no es uniforme ni idéntica a sí misma a lo largo de la vida de los individuos. En cada persona se van concretando en etapas marcadas por rituales de pasaje. La organización genérica de cada sociedad y, habría que reconocerlo en un afán etnográfico de aspiraciones exhaustivas, de cada comunidad engloba no sólo al conjunto de derivaciones de los atributos de género, sino también la adecuación temporal para la asunción y la práctica de esos atributos.
La asignación de género, y por lo tanto la definición de los tiempos masculinos y femeninos, es apenas el comienzo de un proceso siempre inconcluso de especialización. En él, cada individuo limita sus posibilidades de vida a la realización exclusiva de ciertas actividades, míticamente agrupadas en productivas y reproductivas, a la percepción de la realidad desde perspectivas excluyentes, a formas de ser y de pensar y de sentir restringidas por sistemas intelectuales y afectivos segregados, a la integración diferencial en mundos tiempos y espacios propios, en círculos obligatorios o vedados, para incidir en ellos. Siempre bajo la égida de definiciones políticas de comando y obediencia, de dominio y sujeción, y, en medidas complejas y muy diversificadas, de actuación como actores, pacientes o agentes del principio universal del dominio genérico.
Los atributos de cada especialidad se valoran como superiores o inferiores, dignos de respeto y prestigio, base de privilegios y canonjías, o bien de invisibilidad, indiferencia, desprecio, desvalorización o degradación. En cada universo sociocultural, la especialización no es simple distribución de tareas o roles, sino, antes que otra cosa, clasificación valorativa de los sujetos, de sus tiempos y de su actuar social y cultural.
3. El tiempo en masculino
Conforme al género que se le asigna, cada sujeto accede a recursos vitales valorados diferencialmente; el más preciado es el que confiere a los hombres, a todos los hombres y a cada hombre, el control de los mecanismos de la organización social y sus tiempos, sea en el conjunto de cada sociedad o al menos en uno de los niveles de su jerarquía.
La posesión monopólica de ese control proviene de lo que Lagarde define como expropiación de los recursos vitales que los hombres han hecho y hacen cotidianamente a las mujeres. Tal expropiación permite que el dominio sea atributo de un género y el sometimiento lo sea del otro, e impone las desigualdades y la opresión genérica; establece, además, las condiciones y las reglas de las relaciones entre los géneros y minimiza cuanto y cuando puede las posibilidades de un cambio radical en este orden de las cosas y de los tiempos.
Conforme a los mitos y las tradiciones predominantes en el universo judeo-cristiano, el primer ser humano fue un hombre y la divinidad le hizo consagrar su tiempo a dar nombre a todo lo existente, a transformar el tohu vabohu, el caos, en cosmos. El creador, eterno y atemporal, omnipresente y omnisciente, cedió al hombre, a un hombre, a los hombres hechos a su imagen y semejanza, su poder para nombrar y ordenar. Fijó así la concepción primigenia del tiempo masculino, tiempo de creación y de apropiación del universo, de clasificación y organización: el tiempo de tal especialización es de establecimiento de normas, de sistematización jerárquica del universo con base en valores de incuestionable fundamento masculino, tiempo también de vigilar y juzgar el cumplimiento de las reglas y de sancionar a quienes las infringen. Pero, siguiendo siempre este mito fundacional básico, la creación sólo pudo concluir cuando el hombre primigenio tuvo a alguien para imponerle el poder de su dominio viril. La mujer original debió nacer del cuerpo de aquel varón para que todos los hombres pudieran ejercer sus atributos sociales sobre todas las mujeres. Ellos ya no podrían parir como lo hizo sólo el primero, y sobre la sed femenina de conocimiento instituirían el pecado y su punición. Para ello el advenimiento de la primera mujer tenía que producir un nuevo tiempo caótico, tiempo también eterno, en el que los hombres deben intervenir siempre y en todo para restaurar permanentemente el paraíso perdido por el indeseable deseo de sabiduría .
La mujer, con dolor, se convertiría en madre universal para que todas las mujeres siguieran el camino de la conyugalidad y la maternidad; el hombre, con el sudor de su frente, sería modelo de patriarca, a semejanza de dios padre, para que todos los hombres tuvieran la posibilidad de hacerse patriarcas. El universo y el tiempo sólo podían ser androcéntricos. Los hombres son los protagonistas y constituyen la medida de todas las cosas.
El tiempo en masculino debe estar dedicado, en consecuencia, a desarrollar la inteligencia abstracta para comprender el mundo, explicarlo, organizar la elucidación del pasado y concebir el sentido del porvenir; y también la inteligencia concreta para organizar al universo y comandar lo que en él acontece. El tiempo de cada hombre debe dedicarse tanto a lo anterior como a proveer lo necesario para su domesticidad inmediata y para sus allegados en el espacio público; por ello, no solo debe consagrarlo a llevar las riendas de las familias y sus propiedades, sino también a ejercer los poderes públicos civiles en el consenso y la concordia, y los policiacos y militares en la disputa y la guerra.
Del tiempo masculino es la definición de las reglas del pensamiento, de las creencias, la moral y las tradiciones, de la interpretación de lo cotidiano. lo jurídico y lo histórico.
Es en el tiempo en masculino donde se ubican la creatividad y la dominación, la racionalidad y la violencia, la conducción del prójimo y las decisiones sobre las vidas propias y ajenas, las instituciones y su manejo, la comunicación con las deidades y la conducción de los rituales en que se crean y recrean comunidades e identidades, la definición de ideales y proyectos colectivos.
Como quiera que se distribuya en lo concreto el tiempo vital de cada hombre, en el de todos se halla la perspectiva de las puertas abiertas a la posesión de los recursos para la vida. Su tiempo es el de los padres-patriarcas, de los superiores, de los prestigiados, de quienes tienen al menos un espacio de hegemonía, el de los triunfadores y exitosos, el de los ejecutores que controlan y dominan; el de los protagonistas de sus propias vidas y de la vida humana con H mayúscula.
Los hombres tienen movilidad en el tiempo y en el espacio; si viven tiempos cíclicos, no son los de la reproducción, privados y domésticos, sino los tiempos épicos y públicos determinados por las instituciones, por los ciclos históricos y políticos, los del enfrentamiento y la configuración del destino y los destinos; el tiempo de las mujeres es la espera de futuros con características siempre inciertas , mientras que los tiempos masculinos siempre tocan el presente, el tiempo vertiginoso en que viven los sujetos de la historia.
La situación y el tiempo específicos de cada hombre conjugan su asignación genérica con las determinaciones de su edad, sus habilidades y sus condiciones de clase, sus posesiones, los poderes que ejerce y padece en la práctica, sus afiliaciones étnica, nacional, religiosa y política, los momentos concretos de su época de vida y las relaciones realmente vividas con otros hombres y con las mujeres. De esta compleja conjugación surgen las masculinidades y los tiempos vividos en el orden patriarcal.
Obviamente, no todos los hombres son plenamente dueños y señores de su tiempo. de sus vidas, de sus mundos, del mundo. Todo depende de cómo les haya rendido el tiempo al ocupar y alcanzar posiciones públicas de dominio. Prácticamente todos tienen acceso al dominio en la dimensión doméstica y privada, aunque aún ahí a la mayoría le resulta muy difícil si no imposible cumplir todas las exigencias de los paradigmas patriarcales que definen en el sentido común y en la propia exigencia consciente o no al deber ser un hombre íntegro, un hombre de verdad .
Para poder ser reconocido socialmente como tal, “hay que ejercer el dominio familiar y tener dónde y sobre quién ejercerlo; esto exige ser cónyuge y padre dominante y a la vez proveedor y protector; implica la posesión de un territorio y bienes suficientes que permitan cumplir tales tareas y la expansión de sus posesiones materiales, humanas y simbólicas. Alcanzar la categoría máxima de la virilidad demanda eficacia en lo que se sabe hacer, pero también para competir y triunfar en enfrentamientos que requieren diversos grados de violencia. Sólo los hombres que poseen o han poseído un cierto número de mujeres puede aspirara a los apelativos enumerados. Se acercan más quienes pueden amasar fortunas, representar públicamente a sus pares y controlar números crecientes de subordinados y sometidos. Si a lo anterior se agregan prestigios del saber, del manejo de armas y ejércitos, y la ejecución empresarial y gubernamental, se habrá llegado al cumplimiento más auténtico del mandato cultural, al patriarcado íntegro y ejemplar… ” . El pequeño patriarca puede ser patriarca en ciertos espacios y durante ciertos tiempos, sea por delegación de instituciones o patriarcas de mayor jerarquía, o plenamente sólo en los espacios de la domesticidad. Ahí ejerce sus poderes de dominio y puede sentirse y ser reconocido como hombre completo aunque esté sometido él mismo a patriarcas de mayor poder. Los otros patriarcados sólo se construyen y se consuman en los espacios y los tiempos públicos. Mientras más amplios sean éstos, más completo y verdadero es el hombre que los abarca y los controla.
En su análisis pionero de los procesos de la formación de las masculinidades, Maurice Godelier muestra que la preponderancia de los hombres radica en el acceso que tienen a los medios de producción, en el lugar que se han asignado en los procesos productivos y en las formas en que controlan los privilegios del consumo. La igualdad básica entre todos los hombres frente a las mujeres, y “los mismos mecanismos que instituyen esa igualdad…, con la misma intensidad producen hombres que se distinguen de los demás y se elevan por encima de ellos… La producción de grandes hombres es… el complemento y la coronación indispensables de la dominación masculina… Hasta 1960, los baruya se gobernaban sin clase dirigente y sin Estado, lo que no quiere decir sin desigualdades. Una parte de la sociedad, los hombres, dirigía a la otra, las mujeres, y gobernaba no sin las mujeres, sino contra ellas” .
4. Tiempo de enajenación
La condición masculina y los privilegios asignados a los hombres en el patriarcado generan su enajenación o alienación.
Esta es una propuesta teórica basada en la tesis de que los privilegios de género provienen de la expropiación (enajenación) monopolizadora de todos los recursos sociales y culturales que no se permite poner al alcance de las mujeres (incluyendo, para matizar, aquellos que se les permiten de manera limitada y por tanto no como privilegios congénitos), y que hacen a todos los hombres portadores y beneficiarios de la opresión genérica.
Todos los hombres pueden gozar de las ventajas que se les ofrecen como recompensa por la permanente tensión que les ocasiona la obligación de poseerlas si cumplen con los atributos suficientes de la masculinidad hegemónica; tal es la vía por la que se les enajena permanentemente la posibilidad de construirse como seres humanos plenos y de construir la equidad y la igualdad de los géneros: en cada acción masculina se deja una parte de las posibilidades masculinas de construir la humanización igualitaria y libertaria de la humanidad y de cada individuo. Así se cultiva la propia enajenación en lo que he descrito como estructura de la alienación generalizada.
Considero que esta propuesta teórica, al desarrollarse con todo el rigor que exige, será parte fundamental de la filosofía y de la ciencia del feminismo, y por tanto de la Teoría y de la Perspectiva de Género. Así formulada, incluye la certeza de que la construcción de la equidad es posible en conjunción con el conjunto de los planteamientos feministas, hechos mayoritariamente por mujeres, y con la senda en que los hombres se integran en sus propias búsquedas libertarias y liberadoras. En este sentido, la veo como clave de la metodología filosófica, cognoscitiva, ética y política formulada y desarrollada durante la última mitad del siglo veinte y que abre los senderos igualitarios posibles para el tercer milenio, al que, entre otras cosas por ello, se ha denominado milenio feminista.
En la vida cotidiana el sexismo (complejo integrado por machismo, misoginia y homofobia) es la máxima intolerancia a lo diferente del paradigma masculino, base del poder más destructivo de las personas que lo padecen y el más enajenante de las que lo asumen y ejercen. El sexismo es la forma más amplia de opresión, la que siempre está tras todas las demás. En el mundo y en tiempo patriarcales del dominio, la opresión y la enajenación, el sexismo es la herramienta de la autoconstrucción y la autoafirmación enajenadas de los sujetos y de los géneros.
La condición genérica de los hombres es más vivible que la de las mujeres porque, aunque enajenada, es una condición de dominio, mientras que la de ellas es una condición de opresión. Es así como queda establecida la asimetría genérica que se concreta en el hecho de que las posibilidades de vida para hombres y para mujeres son desiguales, inequitativas e injustas, es decir, asimétricas.
En su enajenación invisibilizada, todos los hombres, por su condición genérica, tienen poder de dominio (potencial u operante) sobre todas las mujeres. Este les es otorgado desde su asignación de género como don permanente. Pero es insuficiente por sí mismo para sobrevivir en las relaciones entre ellos mismos. En sus relaciones intragenéricas, los hombres del patriarcado están obligados a construir y ejercer otros poderes. En el proceso en que lo hacen, deben someterse a su vez, de diversas maneras, al dominio de hombres más poderosos. Así, el proceso y su concreción son ambivalentes y las masculinidades que producen sólo pueden ser enajenadas.
La enajenación definida en principio por la asignación de género, se construye, se reproduce y se amplía a lo largo de la experiencia vivida por cada hombre. En ella, es posible distinguir, como tendencia, las siguientes etapas formativas, de ejercicio y decadencia:
a) aquella en que se aprende la masculinidad y que se ubica en términos generales en lo que en cada cultura se define como infancia o niñez;
b) aquella en que los procesos biopsicosocioculturales llevan a cada hombre a ubicarse en su propia masculinidad, por lo general durante la adolescencia y la juventud;
c) aquella en la que cada hombre decide por que masculinidad opta, que poderes ejercerá y a cuáles privilegios no renunciará; este momento coincide aproximadamente con la asunción personal y el reconocimiento social de la edad adulta (incluye la edad de la ciudadanía, la época deseable para el matrimonio, la toma de cada quien a su propio cargo y, desde luego, las formas masculinas de homosexualidad, comprendidas en las posibilidades culturales del deber ser y del poder ser contrapuesto al mandato cultural hegemónico);
d) aquella en que, asumida plenamente cada masculinidad, se emprende su ejercicio integral y se enfrentan de maneras suficientemente adecuadas los conflictos de la cotidianidad de cada hombre: es la madurez masculina;
e) aquella en que el envejecimiento y otros tipos diversos de desgaste orgánico y social limitan a los hombres en el cumplimiento de su mandato cultural y segregan a los mayores de quienes se hallan en plena realización: es la vejez, época de crisis de la virilidad y de la hombría; debe coincidir aproximadamente con la viropausia o andropausia, con la jubilación, el asilo, y las depresiones típicas de un periodo en el que buenas dosis de aislamiento, abandono, nostalgia, y recuento de frustraciones alternan, en el mejor de los casos, con muestras de respeto y reconocimiento o de hartazgo y desprecio. Como quiera que sea, es la antesala de la muerte y la lejanía de los tiempos de plenitud y completud.
Pero en las tres o cuatro décadas en que la ilusión de ser hombres completos pueden hacer la satisfacción masculina, el tiempo de la enajenación tiene otras características :
a) El tiempo en masculino y el tempo de la enajenación virilizadora giran en torno a la certeza de que los hombres son substancialmente diferentes de las mujeres, y que los hombres de verdad son superiores a todas ellas y a cualquier hombre que no se apegue al mandato cultural de la masculinidad.
b) La atención al correr del tiempo masculino se centra en la convicción de que cualquier actividad o conducta identificada culturalmente como femenina va contra natura y degrada al hombre que las realice o actúe.
c) Una buena porción del tiempo de vida de cada hombre tiempo emocional y afectivo es es consagrada a evitar sentir (o al menos expresar y reconocer) las emociones que tengan la más mínima semejanza o hagan la más remota evocación de sensibilidades o vulnerabilidades identificadas culturalmente como femeninas o feminoides.
d) El tiempo masculino más preciado, y el mejor invertido en la enajenación viril y en la identidad básica, es el que dedican los hombres a aprender y ejercer la capacidad de dominación y de triunfo.
e) La misma característica tiene el tiempo en que se forma la dureza de cada hombre, que es uno de los rasgos masculinos de mayor valor.
f) La plenitud y la madurez comienzan a alcanzarlas cada hombre cuando asume y practica los roles centrales de procreador y padre al menos en potencia y de proveedor, y mientras los defienda como privilegios exclusivamente masculinos.
g) El tiempo real de la convivencia es el estipulado para la compañía de unos hombres con otros, excepción hecha del tiempo de las relaciones heterosexuales, preferentemente genitales, que constituyen la vía virtual y casi única para estar cerca de las mujeres. La unión sexual se da también en el tiempo real del ejercicio del poder, de su potencial de paternidad y de obtención de placeres, así como el de demostración de la propia virilidad (capacidad, competencia y éxito) ante otros hombres.
h) El tiempo supremo de la masculinidad, vivible en las circunstancias que cada quien percibe como de excepción épica, es el de las situaciones extremas en que hay que acabar con la vida de otros hombres o dejarse morir a manos de ellos, pues en esas ocasiones se anula toda cobardía y se puede alcanzar la calidad del heroísmo y el sacrificio por el honor personal y por la patria o la causa, que es siempre masculina (la matria sería femenina, pero sus tiempos y espacios no se ubican en la historia sino en la cotidianidad, es decir, en la naturaleza y no en la civilización, y sus causas sólo son mortales si en realidad son causas masculinas).
5. Tiempo de alternativas y de transformación
El tiempo en masculino, enajenado y enajenante, parece haber comenzado a cambiar. Menos en la práctica y en la conciencia que en la reflexión y en algunas declaraciones de intención. Los cambios que comenzamos a conocer en las legislaciones y en las instituciones han sido resultados del esfuerzo de las mujeres, que han cambiado su tiempo y sus tiempos de manera vertiginosa durante la última mitad del siglo 20. Cierto que los desencadenaron a partir de los tiempos masculinos de las llamadas guerras mundiales y de la destrucción, que les permitió percibir la posibilidad de su autonomía y actuar en consecuencia. Pero esos cambios formidables (el surgimiento del sujeto histórico femenino, de la ciudadana que construye equidad y de su irrupción en todos los ámbitos de la sociedad contemporánea), quizá los más profundos desde el renacimiento y la racionalidad europeas, han sido cosa de mujeres y, aunque afectan profundamente a los hombres, éstos no han dejado de percibirlos con menosprecio o, en el mejor de los casos con indiferencia y con algo de temor, aunque con la esperanza de que las aguas de las revueltas feministas vuelvan a su tranquilidad original y eterna. Como si fueran caprichos pasajeros a los que de todas maneras hay que combatir a menudo con acciones sangrientas.
Ante los desarrollos tecnológicas más vertiginosos, los cambios en la condición y en el tiempo masculinos y en la conciencia política de las realidades culturales, se instituyen con la mayor de las lentitudes.
El análisis y la propuesta rigurosos de transformación del tiempo masculino datan, en la mente de los hombres, del último cuarto del siglo 17, pero han avanzado muy poco hasta estos inicios del 21 .
En nuestra modernidad masculina, la formulación de la alternativa la inició François Poulain de la Barre, autor del segundo epígrafe al inicio de la obra de Simone de Beauvoir (“debe sospecharse de todo lo escrito por los hombres acerca de las mujeres, pues ellos son juez y parte a la vez”).
Poulain publicó tres obras (en 1673, 1674 y 1675) , que se enmarcaron en la llamada querelle des femmes en que intervinieron, entre otros, Perrault y Molière. Poulain, cartesiano militante, a diferencia de su maestro y en el contexto de “la lucha contra el prejuicio y [por] la articulación del nuevo método de conocimiento para la fundamentación de la ciencia” se propuso “llevar la racionalidad en la `configuración de las relaciones vitales´ nada menos que a la relación entre los sexos, ámbito por excelencia de la irracionalidad y la obstinación ancestral del prejuicio ”.
El título del segundo de sus libros indica, como lo señala Celia Amorós, el propósito de derivar hacia los derechos de las mujeres las implicaciones de la crítica cartesiana del prejuicio, la tradición y el argumento de autoridad, así como del dualismo mente-cuerpo. Esta obra se dirige a las mujeres, “aunque (sus consejos, dice Poulain) no sean menos útiles para los hombres por la misma razón de que las obras dirigidas a los hombres sirven igualmente para las mujeres…” En las Conversaciones de 1674, Poulain expone su ideario en las palabras de dos mujeres, Sofía, que lleva “el nombre de la sabiduría misma” y Eulalia, “que habla bien”, y de dos hombres, Timandro, “hombre honesto que se rinde a la razón y al buen sentido” y Estasímaco, “pacífico…, enemigo de las controversias [y] de la pedantería”. Para él, siempre conforme a lo dicho por Celia y Ana Amorós, la relación orgánica entre igualdad y libertad incluye a las mujeres en los discursos filosófico y político, hasta entonces exclusividad masculina, y se anticipa en más de un siglo a Condorcet (Sobre la admisión de las mujeres al derecho a la ciudadanía) y a Olympe de Goujes, quienes, en 1790 y 1791, respectivamente, plantearon la igualdad en la educación y la extensión de los derechos del hombre y del ciudadano a las mujeres y las ciudadanas.
En su última obra, redactada poco antes de dejar la sotana católica y convertirse al protestantismo, Poulain ofreció los argumentos con que se detracta a las mujeres y se aprueba limitar su educación conforme a la “honestidad” de su sexo, y los refuta.
Se ha considerado a Poulain precursor del feminismo y de la revolución, así como autor del “primer discurso filosófico antipatriarcal”, con el que emprendió la pragmatización de las implicaciones del cartesianismo en el ámbito social, convencido de que la lucha contra el prejuicio ha de tener virtualidades reformadoras no sólo en las ciencias, sino también en las costumbres, es decir, en lo que para Gramsci sería “la concepción del mundo que se expresa implícitamente… en todas las manifestaciones de la vida, individuales y colectivas”, filosofía y praxis cotidiana.
En palabras cartesianas y como formulación ética y política siglo y medio más antiguas que las del italiano, para Poulain “el conocimiento verdadero del bien y el mal no puede reprimir ningún afecto en la medida en que ese conocimiento es verdadero, sino sólo en la medida en que es considerado él mismo como un afecto”.
Esta afirmación resulta ineludible cuando se emprende cualquier análisis de la condición masculina y de las relaciones y los tiempos vitales de los hombres.
El planteamiento de Poulain puede resumirse así: el ancestral prejuicio de la desigualdad de los sexos es el más obstinado; si se refuta sobre la premisa de que l´esprit no tiene sexo, podrán refutarse los demás, y “habremos contrastado las condiciones de posibilidad, no sólo lógicas sino pragmáticas de… [la] lucha contra el prejuicio ampliado… al ámbito de la praxis social… El prejuicio… está arraigado en intereses, configura actitudes, troquela conductas y determina ofuscaciones: no basta con argumentar… La reconstrucción de los argumentos y de la tópica del adversario… [es] algo más que un ejercicio retórico…: la liberación del interés de la razón frente a las razones de los intereses ha de ser objeto de convicción capaz de reorientar las voluntades y de compensar las inclinaciones contrarias…”, pues, dice Poulain “entre todos los prejuicios, ninguno… [como] aquel que comúnmente se tiene sobre la desigualdad de ambos sexos…”. Las “opiniones diversas… no se fundan sino en el interés o en la costumbre, y… es incomparablemente más difícil librar a los hombres de los sentimientos en los que están sumidos que de aquellos que han abrazado por el motivo de las razones que les han parecido las más convenientes y las más fuertes”. De modo que “como se juzga que los hombres no hacen nada más que por la razón, la mayoría no puede imaginarse que no ha sido consultada para introducir unas prácticas… implantadas con tal universalidad que se imagina que son la razón y la prudencia las que las han creado…”
Así pues, en sus obras Poulain trata “… no ya de demostrar more deductivo la igualdad entre los sexos como idea verdadera, sino de potenciarla como sentimiento moral con virtualidades en orden a la transformación de las costumbres…”
En sus términos, “las mujeres están tan convencidas de su desigualdad e incapacidad que hacen virtud no sólo de soportar la dependencia, sino de creer que está fundada en la diferencia que la naturaleza ha establecido entre ellas y los hombres”. Poulain adelantó así una cuestión fundamental para El segundo sexo , y planteó que la diferencia no es fundamento de la desigualdad. Ambas concepciones resultan imprescindibles en el reconocimiento de las mujeres como sujetas y para su construcción como tales. Y en la toma de posición tanto como en la espontaneidad de las actitudes de los hombres en su relación entre ellos y con las mujeres. Vale decir, en el proceso masculino de desenajenación, transformación del tiempo y participación real en la edificación de la equidad y la libertad.
La visión de Poulain acerca de los orígenes de la desigualdad y de lo que es posible designar como la especificidad masculina del tiempo, se resume así “En la primera edad del mundo…, todos… [los seres humanos] eran iguales, justos y sinceros y solamente tenían por regla y por ley el buen sentido. Su moderación y su sobriedad eran la causa de su justicia… Pero a partir del momento en que a algunos hombres, abusando de sus fuerzas y de su ocio, se les ocurrió querer someter a los demás, la edad de oro y de libertad se trocó en una edad de hierro y servidumbre. Los intereses y los bienes se confundieron de tal manera por la dominación que algunos solamente pudieron vivir dependiendo de los otros. Y esta confusión fue en aumento a medida que se iba alejando del estado de inocencia y de paz, produjo la avaricia, la ambición, la vanidad, el lujo, la ociosidad, el orgullo, la crueldad, la tiranía, el engaño, las divisiones, las guerras, la fortuna, las inquietudes, en una palabra, casi todas las enfermedades del cuerpo y del espíritu que nos afligen”.
Desde entonces, algo han contribuido algunos hombres a la transformación de la masculinidad del tiempo, de la condición masculina y de las nuestras realidades vitales.
No entro ahora en los pormenores de otro estudio recién iniciado sobre las contribuciones que considero más interesantes durante los fines del siglo 20 y lo que va del 21. Sólo mencionaré a algunos hombres cuyas obras es importante seguir y evaluar tanto por sus aportaciones teóricas como por las investigaciones de que dan cuenta y por sus contribuciones metodológicas, éticas y políticas (al igual que Godelier, Bourdieu y Christian, a quienes ya he citado, que Stuart Mill quien merece especial atención, y que otros a quienes por ahora no menciono):
Víctor J. Seidler desde Londres, Michael Kaufman desde Toronto, Michael Kimmel desde California, Robert Connell desde Sydney, Daniel Welzer-Lang desde Toulouse.
Aunque yo he hablado de la nuestra como una búsqueda feminista, los colegas presentes en el encuentro organizado por Emakunde durante junio último en Donostia-San Sebastián consideran que es más prudente hablar sólo de hombres profeministas. Tal vez nos pongamos de acuerdo cuando haya cambiado la era del tiempo en masculino: se puede expresar optimismo o pesimismo a este respecto, pero sin duda nadie piensa que esto sucederá antes del dinal de los tiempos.
6. Epílogo sobre el tiempo académico
En Salamanca sería imperdonable no decir algunas palabras sobre el tiempo académico en masculino. La escalera que lleva a la biblioteca universitaria histórica ofrece motivos excepcionales para esta reflexión:
Es el camino ascendente para pasar del ras del suelo, dejados apenas la cotidianidad y el ritmo de la calle, hacia el firmamento estrellado donde las serpientes ocupan lugar destacado entre las constelaciones que servirían de marco a la sabiduría acumulada en los libros y al trabajo del gremio de los intelectuales renacentistas apoyados por la corona que en ellos buscaba también su legitimidad.
Para quien concibió la decoración de la escalinata, el recorrido sería una fiesta de la alegría y el erotismo de quienes llegaran al recogimiento de la imaginación y la creatividad; era también el espacio idílico del encuentro equitativo en un tiempo igualitario para mujeres y hombres con disposición a desarrollar con el préstamo del saber las dotes recibidas de natura.
Por ello, quien inventó los frisos floridos y voluptuosos de los dos primeros tramos de la subida, escogió y adaptó los grabados de Israel van Meckenem .
Lamentablemente, alguien más tuvo en sus manos el diseño de la decoración del tercer trecho de la escalinata y, desde una óptica totalmente masculina e inquisitorial, modificó el tiempo de la conmemoración de la libido intelectual para transformarlo en el de la solemnidad jerárquica.
Comenzó por cortarle las alas a un Cupido confundido largo tiempo con Mercurio, el empresario, y encuadró los últimos peldaños en la normatividad viril de los torneos caballerescos, con sus animales totémicos, emblemáticos de la verdadera hombría, y con sus triunfos y sus éxitos.
Así, el joven gaitero que inicia el ascenso festivo y libertario, llegaría al piso superior, a la puerta de la biblioteca, convertido por ideas y manos diferentes en un clérigo formal y ceremonioso de pretensión mayestática, togado y portando una fálica trompeta.
De ahí sólo quedaba un paso para la interpretación más o menos oficial de que el tiempo académico elimina el regocijo pecaminoso de las búsquedas, transformarlo en ritual de la meritocracia, y convertir el sendero del saber en vía dolorosa de rituales del poder de quienes se autoasignan el control de conocimientos y pensamiento.
El tiempo en masculino que se quiso consagrar en la escalera corregida de Salamanca (pese a la incursión creciente de las pensadoras y las sabias en el universo de las aulas, los conciliábulos de especialistas y los libros), sigue siendo un tiempo sideral y cotidiano vigente. Las mujeres han cambiado y han cambiado su tiempo, pero las convicciones y las prácticas predominantes en todas las Salamancas del mundo siguen siendo las del viril reparador de las osadías de van Meckenem y de quien recurrió a sus metáforas.
Debe ser cierto que la universidad no presta lo que la inteligencia no da, pero también lo es que en el mundo y en el tiempo de la academia la ausencia masculina de imaginación puede simular aptitudes reconocidas sólo desde las alturas del dominio de la hombría. Quizá algo cambiará cuando alguien, de regreso de la prisión del tiempo en masculino, pueda repetir “decíamos ayer…”