Hay gente que escribe poesía y la comparte,
que cultiva la tierra,
que se queda en la casa, da charla y llega a los confines,
que moldea cerámica,
que se guarda para tomar carrera.
que toca un piano o la guitarra,
que actúa,
que hace morisquetas –que extraña linda palabra-,
que se junta con otros u otras y hace más música,
que se para en un aula, intercambia y multiplica conocimiento y enseñanza,
que sin saber enseña, da cátedra,
que regala tiempo, libros y vinos,
que silba y canta en la calle,
que no comenta tanto y más bien va y hace,
que asume el error para ser más digno y mejor,
que es solidaria hasta los huesos, sin lastimosa caridad, bien en serio,
que recupera,
que interrumpe la obsolencia,
que refuta, como quiere o como puede, lo efímero de un sistema,
que posterga la ausencia,
que se zambulle, sumerge y profundiza,
que refuta, también, la levedad y eso de quedarse en la superficie y apariencia,
que ofrece la mejor cara de culo para el momento indicado,
que estudia y se gradúa en la universidad, o con miles de años de experiencias,
que escucha, escucha y vuelve a escuchar,
que hace el pan,
que comparte el pan,
que lee en voz alta,
que inventa,
que busca aprender una palabra nueva,
que se baja del consumo,
que sueña con la planetaria cooperativa,
que tanto no se nota que resulta indispensable,
que vuelve a escribir poesía y la comparte,
que abre otro vino, otro libro y hasta al mismísimo tiempo,
para empezar otra vez,
para ser y hacer lo mejor por colorido, luminoso e infinito
-pensando, sintiendo en/con amigos, amigas, camaradas, cada uno y una tal se vea, y nos estemos encontrando-
Me digo cada vez.
Hoy y en estos días más que nunca, y después, más todavía.