“Toda obra con una nueva forma funciona como una máquina de guerra, pues su intención y su objetivo son destruir las viejas formas y las reglas convencionales. Una obra así se produce siempre en territorio hostil” – Monique Wittig –
Tal vez este año asistamos a la posibilidad de que se discutan en el Congreso los proyectos de legalización del aborto en Argentina. Aunque si no se (re)activa una enérgica movilización en las calles por esta demanda, en el recinto es muy probable que dicha oportunidad se diluya. Sin embargo, este escrito no pretende ser una anticipación de los devenires decisionales del parlamento, en todo caso borronea una sucinta reflexión sobre una estrategia discursiva y política diferencial más que interesante, por los desplazamientos de las argumentaciones más convencionales en la lucha por el derecho al aborto, puesta en marcha hace más de un año por el grupo Lesbianas y Feministas por la Descriminalización del Aborto (LyF) , a partir de la implementación de la línea “Aborto: más información, menos riesgos” .
Cuando me remito a la convencionalidad argumentativa pretendo señalar aquellas construcciones discursivas y políticas que tanto desde el ámbito académico como desde el activismo feminista, se fueron instalando como los “apropiados” en defensa del derecho al aborto. Argumentos que, trabajosamente debido al poder de la Iglesia y los sectores más conservadores, ocuparon el escenario del debate y devinieron un guión convencional para movilizar este reclamo. Sin embargo, la estrategia política de LyF ha complejizado y re-elaborado esos argumentos en la intersección de las teorías y políticas feministas queer descoloniales, LGTTBI, el modelo de reducción de daños en el consumo de drogas, el acceso a las biotecnologías y los biocódigos de género, y las políticas de acción directa. Me interesa destacar algunos de ellos, dado que inspiran nuevas escrituras corporales.
La re-apropiación de las tecnologías biomédicas como es el misoprostol, descolonizando su uso y prescripción bajo los criterios exclusivos de la corporación médica y farmacéutica.
En el actual contexto de un capitalismo fármaco-pornográfico, a decir de Beatriz Preciado, donde hay una influencia cada vez más decisiva de la industria farmacéutica en la regulación de los cuerpos, activando nuevos procesos de medicalización de la sexualidad y la reproducción, resulta un potente acto de resistencia el colocar la información del uso de una droga para abortar de modo seguro en manos de las mujeres. Pensemos en la píldora anticonceptiva, desarrollada por la industria farmacéutica y reabsorbida en el anonimato cotidiano del espacio doméstico, que operó más como producción y control molecular del género que como gestión de la reproducción , convirtiéndose esta técnica hormonal en una prótesis feminizante. ¿Por qué no considerar, entonces, el misoprostol como una prótesis desfeminizante y desmaternizante?
El agenciamiento de las propias mujeres y su decisión, al postular el aborto como una práctica doméstica en condiciones seguras a partir del uso del misoprostrol, en un clima de criminalización social y jurídica.
La disponibilidad de información cierta y certera sobre el uso de misoprostol, hace de este método la opción más accesible, desde el punto de vista económico (es más barato), social (se lo puede hacer en la casa) y de salud (es seguro), para que las mujeres aborten en un contexto de clandestinidad. Esto tiene efectos altamente beneficiosos, especialmente, para la vida de las mujeres pobres. Son las propias mujeres quienes llaman a la Línea y quienes toman la decisión de abortar. En este mismo sentido, se postula la desjerarquización de la práctica del aborto en el plano de las decisiones acerca del propio cuerpo. No aparece como la última opción ante las fallas de otras instancias, sino como un método más en la regulación de la vida reproductiva.
La promoción de la desmedicalización del cuerpo de las mujeres al propiciar el ejercicio de la autonomía, con información segura a partir de un medicamento disponible en el mercado y recomendado por organizaciones médicas.
La medicina fue desde la modernidad y sigue siendo un dispositivo de construcción de la diferencia sexual (al producir cuerpos bajo el ideal binario de la anatomía humana) y de regulación de la sexualidad desde una perspectiva heterosexual. Así, la medicalización fue una estrategia biopolítica de control y disciplinamiento de los cuerpos, cuyos efectos fueron, entre otros: la pérdida de autonomía, la dependencia de los medicamentos y del modelo hospitalario, la invención constante de nuevas patologías. El monopolio del conocimiento acerca del propio cuerpo que se arroga la medicina se ve cuestionado a partir de la estrategia de la Línea.
La descriminalización del aborto no sólo se dirige a la despenalización de la práctica sino también a desmantelar la atmósfera de culpabilización de las mujeres.
La reiterada afirmación casi axiomática “Ninguna mujer quiere abortar, pero…”, que muchas veces hemos escuchado en charlas y seminarios a favor del derecho al aborto, ha ido normando cómo debe pensar y sentir una mujer ante esta posibilidad, totalizando las narrativas acerca de esta experiencia. El deseo de abortar, de este modo, se vuelve interdicto; una narrativa vedada para componer una vivencia subjetiva del aborto como experiencia que no esté articulada por el malestar, la culpa o el sufrimiento, en tanto organizadores obligatorios del sentido. Y aquí me pregunto, ¿qué efectos políticos provoca inscribir el llamado “trauma postaborto” como una prótesis de la heteronormatividad y la maternidad compulsiva?
La descriminalización supone un cortocircuito en el dispositivo jurídico y mediático que penaliza prácticas e identidades, en virtud de los cuales abogados, jueces, policías y medios de comunicación disponen de nuestros cuerpos. ¿No es la penalización del aborto uno de los modos represivos de la institución de la heteronormatividad sostenida por el Estado?
Tanto la descriminalización como la desmedicalización como procesos de des-sujeción del cuerpo de los criterios normativos de los dispositivos disciplinarios, encuentran resonancias, además, con otras luchas sobre la soberanía corporal como es la lucha contra la patologización de las identidades trans, que batalla contra los procesos médicos y jurídicos de normalización genérica. A su vez, también hay ecos en la lucha por la despenalización del consumo de marihuana (tema silenciado en el activismo feminista, no así en el ejercicio de la cotidianeidad), que cuestionan las figuras estigmatizadoras y desvalorizadoras del consumidor/a como “delincuente” o “fármacodependiente”, denunciando la hegemonía del modelo biomédico en la inscripción social de las experiencias de las sensaciones y placeres.
La estrategia de LyF busca el desandamiaje del sistema heteronomativo patriarcal racializado. Por eso, el término “lesbiana” que encabeza la identificación del grupo no es meramente una descripción identitaria de su composición, sino que la crítica a la heteronormatividad permea toda la estrategia política. Lesbiana sigue produciendo picor en la lengua y escozor en la escucha. Lesbiana no es aquí la mano de obra silenciada en la lucha por el derecho al aborto de un feminismo heterocentrado, lesbiana opera aquí como la incisión visible e irreverente en un discurso que suele ser articulado desde una perspectiva heterosexual.
Estamos ante reescrituras de las experiencias del aborto que tallan otras narrativas, más cercanas al (des)orden celebratorio de los cuerpos, que implosionan las perspectivas victimizantes al dejar de fiscalizar los sentimientos apropiados en relación a una práctica común. Reescrituras del cuerpo y el deseo con menos sangre y más voces. La consigna “Yo aborté”, que sacó del armario la experiencia ignominiosa y estigmatizante del aborto, se reescribe, de este modo, en tiempo presente, en un plural de contornos racializados, en un desafío al libreto argumental y testimonial codificado, en un continuum de prácticas gestadas en/contra/por la prohibición de la autonomía corporal.