El viaje puede comenzar en cualquier lugar de América Latina y no tener un rumbo fijo, aunque siempre es aconsejable dirigirse primero a una ciudad capital y contar al menos con un teléfono o una dirección de contacto. El viajero elegirá el medio que mejor se corresponda con sus posibilidades y sus urgencias y no le quedará más que llegar a ese lugar de arribo directo y provisorio; un lugar que puede ser Buenos Aires, Brasilia, Santiago, Caracas, Ciudad de México o La Paz. La convicción básica del viajero ha de consistir en que, cualquiera sea la ciudad capital que se haya elegido como punto concreto de destino, allí habrá gente que no lo ha visto con anterioridad, que no estaba al tanto de su llegada y que ni siquiera tenía idea personalizada de su existencia pero que, de todos modos, habrá de ofrecerle su generosa hospitalidad. Como es obvio, no se trata de viajes de negocios ni de excursiones académicas ni de turismo puro y simple que para eso ya existen los hoteles, las agencias, los viáticos y las guías más o menos detalladas ¡faltaba más! sino de desplazamientos que ocurren en dimensiones de tiempo y espacio que el poder se empeña en desconocer y ocultar. La lógica que se instala entre huésped y hospedante no es más que la del placer del encuentro por el encuentro mismo, la del reconocimiento recíproco, la de los sueños compartidos y la de la solidaridad. Para que tales cosas ocurran apenas si debe satisfacerse una solitaria pero imprescindible condición: sea cual sea el lugar en que viajeros y “cicerones” se vean las caras por primera vez, sea cual sea la época del año o la hora del día, sea cual sea el recorrido previo de los “contrayentes”, el encuentro habrá de ser un encuentro entre anarquistas y fundado en una irrenunciable ética de la libertad. Y en ese encuentro es que habrán de insinuarse de inmediato los comunes horizontes conspirativos y ya no será posible pensar en otra patria que sea algo distinto al mágico suelo del compañerismo.
Existen probabilidades variables según la urbe de que el hospedaje sea una okupa y entonces el huésped tendrá la posibilidad de compartir en su ciudad de adopción las luchas que allí se libran por la apropiación de los espacios urbanos secuestrados por el Estado, la Iglesia o los rentistas de turno y su transformación en espacios de furor colectivo. Los habitantes de la okupa le serán inicialmente desconocidos pero rápidamente encontrará con ellos alguna historia en común y la indefectible referencia a lugares o personas que también le son familiares. Allí encontrará con toda certeza una biblioteca que exhibirá con orgullo textos de Bakunin, de Kropotkin, de Malatesta y de tantos otros; biblioteca que en muchos casos no sólo estará destinada a la formación de los ocupantes sino también de los vecinos que quieran servirse de la misma. Las labores colectivas cubrirán un vasto arco que va desde la animación con los niños del barrio a las comidas preparadas pasando por el dibujo, las huertas orgánicas y los juegos malabares. Los servicios públicos llegarán en forma azarosa y más de una vez habrá que recurrir a ingenios impronunciables para aprovisionarse de agua y luz. La okupa resiste cualquier esfuerzo censal y nadie sabrá exactamente cuantas personas durmieron allí al menos una noche ni cuantos se sirvieron al menos una vez de la olla común. La estadística la ciencia del Estado, en definitiva encontrará allí un momento de interrupción y perplejidad; sus registros serán incapaces de captar y capturar a los compañeros que a pesar de todos los pesares tuvieron y seguirán teniendo a su disposición en tales antros un colchón y un plato en la mesa.
Y si no se trata de las dimensiones y la diversidad de las okupas, se tratará de todos modos de casas de arriendo colectivo o personal; o de casas propias que tanto pueden ser comunitarias como el resultado del esfuerzo individual. Y si no son casas pueden ser apartamentos y si no son apartamentos pueden ser granjas, talleres o tolderías. Esos espacios de encuentro, fraternidad y compañerismo están por todas partes y el viajero podrá abandonar el tranquilo damero capitalino de herencia colonial para toparse con ellos ya no en San Pablo, Bogotá, Córdoba, Valparaíso o Guayaquil sino también en Paukarpata, en Penco o en Nezahuatcoyotl. Únase esa subversiva y entrañable nube de puntos con primorosos cuidados y lujo de detalles imaginariamente, claro, puesto que lo contrario sería brindarle concreciones a los enemigos de diestra y de siniestra y se tendrá tendida sobre el mapa de América Latina una red cada vez más tupida, más densa y más significativa: he ahí las telarañas de la libertad.
Las telarañas permiten moverse en todas las direcciones, de este a oeste y de norte a sur o en sentido contrario; tal como en algún momento lo hicieron los “crotos” en territorio argentino pero ahora a escala continental. Hugo Woollands, él mismo un “croto” de amplia notoriedad, lo celebra en breves y vibrantes pinceladas: ”Saludo al compañero Croto, trashumante, jinete consumado de los cargueros que recorrían la república llevando folletos anarquistas en el mono y sueños de redención en el alma”. Sin embargo, las diferencias son obvias. La labor del “croto” fue de irradiación y de propagación ideológica mientras que los viajeros de hoy día se vinculan con sus iguales, poniendo en común sus experiencias y sus prácticas. Mientras que el “croto” era el portador de la “buena nueva”, los actuales viajeros llevan en sus alforjas la vocación del aprendizaje y del intercambio. Es la pasión del encuentro necesario y ya previsto lo que se pone en juego en estos desplazamientos, como bien lo saben aquellos compañeros brasileros que remontan el Amazonas simplemente para apoyarse recíprocamente y coordinar actividades o los que han visitado la comunidad libertaria formada por Antonio García Barón a orillas del río Quiquibey, en plena selva boliviana. Los viajeros anarquistas de nuestro tiempo se limitan a tejer lentamente otra vez las telarañas que unas cuantas décadas atrás nos legaran aquellos viajeros impenitentes que fueron Víctor García y Líber Forti.
Lo que ocurre es que hoy los viajeros ya son largamente innumerables y sólo cabe cubrirlos con el tranquilo manto del anonimato. Y lo que ocurre también es que el grosor y los senderos de nuestras telarañas se multiplican y se renuevan incesantemente. Esas telarañas se burlan de las fronteras estatales y de las estructuras jerárquicas; se ríen, en su nuevo esperanto, de los idiomas oficiales y de las academias de la lengua; se mofan de la geometría y hacen que un sinuoso rodeo se comporte como la menor distancia entre dos puntos cualesquiera. Si alguien lo deseara, con la paciencia y el tiempo necesarios, se podría ir brincando de casa en casa y de compañero en compañero desde Tierra del Fuego hasta Chihuahua, Hermosillo o Mexicali pasando por Panamá y Guatemala. Y también puesto que tampoco somos patriotas latinoamericanos seguir de largo y llegar a la lejana e inhóspita Alaska. Y esto no es una ilusión ni una fantasía: los hemos visto, los conocemos, sabemos quienes son y los sentimos cotidianamente; son anarquistas y están en todas partes, sin duda alguna. Ellos son nosotros somos los tejedores reclinados a toda hora sobre el telar y sólo nos cabe seguir urdiendo y tramando, en este viaje interminable, las telarañas de la libertad.
Publicado en Libertad! Nº 46, Ene-Feb 2008.