Se me vino a la mente la imagen de su desabrigado cuerpito adolescente arrastrado por las calles mientras una multitud se regocijaba. Porque fue así: la violencia lo persiguió hasta después de muerto.
Esa violencia presente en su vida desde antes que lo concibieran. Tenemos motivos para suponer que no fue un hijo deseado: su madre y su padre lo abandonaron a poco de nacer. De ella nada se sabe, de él, que vive o vivió en Picún Leufú.
Desabrigado de su familia, se crió a los tumbos con una abuela. Empezó la escuela pero ese abrigo también le fue quitado. “Problemas de aprendizaje”, dice el diagnóstico de su expulsión del sistema.
Traducción: fue su culpa. No aprendía. ¿Qué podemos hacer si le enseñábamos y no había caso, no aprendía?
Y así, desabrigado, anduvo por ahí buscando sucedáneos de eso que sentía que le faltaba. No cuesta nada imaginarlo, con la ansiedad en la mirada, frente a los escaparates opulentos que ofrecen y excluyen, tientan y castigan.
A los 13 años lo sorprendieron por primera vez tomando de prepo algo por lo que no había entregado a cambio nada en los términos de transacción socialmente aceptados.
¡Pero cómo pudo tener semejante osadía! ¿Nene, tus padres no te enseñaron? ¿No lo aprendiste en la escuela? Ah bueno, siendo así… ¿qué otra cosa podemos hacer nosotros? Firma, sello, que se vaya, ya va a volver…
Ese día conoció otro de los disfraces de la violencia. Su nombre, a la edad en que debía figurar con prolija caligrafía docente en un boletín escolar, quedó estampado en la carátula de un expediente judicial. Prolijo también: cada folio en su lugar, informes correctísimos en lo técnico, la fecha al comienzo, la firma al pie.
La situación se repitió otra vez, y otra, y otra. Veinte veces más, hasta volverse una costumbre, un fastidio, un ¿otra vez vos?
Firma, sello, hasta la próxima. No, sí, seguro que habrá una próxima. Ahí estaba el horizonte para él: en la siguiente detención.
En agosto una asistente social dejó caer gotas de esperanza. Escribió en uno de esos prolijos informe: “con un espacio de contención adecuado podría superar su situación actual”.
Eso necesitaba. Un abrigo. Que nunca apareció.
Entonces siguió la búsqueda, a su manera, la única que conocía. Hasta esa madrugada que se topó con la muerte, justo dos meses después de aquel informe socioambiental.
Quién sabe hacia dónde preferimos mirar para no verlo, o qué urgencias absurdas nos taparon los ojos.
Se llamaba Facundo, tenía 16 años. Estaba desabrigado y no lo arropamos a tiempo.
(La nota sobre su muerte, y los atroces comentarios que motivan estas líneas, pueden leerlos aquí o aquí)