La violencia sexual contra las mujeres se anida en el “tabú del incesto”, que ha servido para naturalizar el “pacto masculino de silencio” en torno a la violación sistemática que durante siglos los hombres cercanos, los hombres de la familia, el padre –como metáfora patriarcal fundante, quien es hecho a imagen y semejanza de dios, quien impone la ley y la palabra– ejerce sobre sus hijas. A nuestras históricas experiencias violatorias, no las han llamado pedofilia, las han nombrado matrimonio, sexo reproductivo, naturaleza, amor o propiedad privada. El cuerpo de las mujeres como un objeto disponible y violable es una idea naturalizada y normalizada en la civilización del Hombre, porque la estratagema de la violencia sexual opera dentro de un aparataje de control y dominio, donde también funcionan dispositivos como la pornografía, la publicidad, la moda y el amor romántico que, junto a las instituciones ya mencionadas, trabajan “en equipo” para instalar la creencia de que nuestros cuerpos sexuados mujeres son violables, desechables, descuartizables.
Sobreponiéndome a este cruel escenario de la cultura que nos ha tocado en suerte, me siento agradecida de La niña liberada de Iskra, porque le abrió el camino a la mujer libre que hoy nos regala este libro y que me invita a presentarlo. Para mí, es la voz de esta mujer libre la que me lleva de la mano por la lectura, y digo libre, porque Iskra se narra a sí misma, en primera persona, con simpleza y honestidad. Habla a partir de su experiencia y la nombra directamente. La feminista italiana de la diferencia, Luisa Muraro, diría que Iskra habla con “lengua materna”, es decir, con las palabras que nombran directamente las cosas, cuando entre la palabra y la cosa no interviene el logos masculino. Dice Muraro que las madres nos enseñan a hablar cuando a cada cosa le señalan su nombre. Además, el aire es indispensable para la fonación y gratuitamente lo obtenemos cuando somos arrojadas al mundo en el acto de parir de nuestras madres. Sin embargo, esto que parece tan sencillo es sumamente difícil para nosotras, porque la “lengua del padre” (y con esto quiero decir “el orden simbólico patriarcal” que se institucionaliza en las lenguas diversas que se hablan en el planeta) se ha erigido en la cultura como la lengua legítima, interviniendo nuestras vidas con tres operaciones fundamentales: silenciando nuestras experiencias, parcializándolas y tergiversándolas. No podemos, por lo tanto, usar su lengua para hablar de nosotras mismas, porque su lengua es impotente. La mujer libre que me toma de la mano y me conduce por la lectura logra sortear esta trampa mortal.
Y este hecho es muy político, porque otra cosa que sabemos por el feminismo radical es que la estratagema institucionalizada de la violencia sexual masculina contra las mujeres se ha perpetuado para intervenir y romper los lazos entre nosotras, con toda la complejidad e intensidad que dichos lazos contienen. Por ejemplo, la relación entre madre e hija. Cuando Iskra, la mujer libre, nos narra a la niña de 5 años abusada sexualmente por su padre comunista en una casa pobre de la comuna de Colina, en medio de la dictadura pinochetista, nos narra además el silencio de una madre que, mientras en la pieza abusan a su hija, obligándola el padre a masturbarlo, ella trabaja cabeza gacha bordando para alimentar a sus tres hijas. El silencio de la madre, entonces, se hace cómplice de los abusos del padre. Este hecho doloroso que cruza nuestras vidas de mujeres se repite incesante en nuestros relatos; justamente son estos vínculos entre mujeres los que aparecen intervenidos y rotos por la cultura patriarcal que quiere mantenernos aisladas y obedientes, enajenadas en el vacío de genealogía, vagando perdidas y turbadas, confundidas, dando tumbos.
Pero las mujeres tenemos genealogía e historia, contamos con el genio creativo de nuestras antepasadas, con la rebeldía de las pensadoras y escritoras, con la valentía de las activistas. Es esta genealogía la que descubrimos en medio de “los silencios, (y) los espacios vacíos…”, cuando somos capaces de oír “lo que no se ha pronunciado” y “aprendemos a ver lo que se ha dejado fuera” (Adrienne Rich). Desde mi punto de vista, la mujer libre no “se hace” en los estudios de género, sino que es en esta genealogía donde Iskra encuentra las palabras que necesita para decirse. Allí encuentra la fuerza para mirar de frente a las mujeres cercanas y concretas que la rodean, su madre y hermanas, a quienes generosamente también libera mediante este relato en primera persona. La misma madre que antes se hizo cómplice pasiva con su silencio, es la que, venciendo el miedo, celebrará –bailando en la calle con sus tres hijas– la partida definitiva del padre, expulsado de la casa por ella misma, ayudando a liberar a la niña Iskra de 8 años. Y su acto de palabra, perlocutivo, en lengua materna, que une palabra y cosa, será nombrar al abusador como “el viejo”: “en adelante lo llamaremos así”, le dice a las niñas. La desobediencia y el atrevimiento de Iskra se hilan a las palabras pronunciadas por su madre.
Entonces, también es político denunciar, con esta obra, al “viejo”, maltratador y misógino, no obstante, militante comunista, luchador contra la dictadura, participante activo de la resistencia contra Pinochet, defensor de una ideología libertaria como el marxismo. El autoritarismo militar en Chile y en la casa de la pequeña Iskra –y de muchas niñas, niños y mujeres– se duplica, y se sigue duplicando, en el autoritarismo del padre en la familia. “La democracia en el país y en la casa”, idea del feminismo chileno de los años ochenta, cobra total sentido para la vida de la niña liberada. Es que sabemos que las ideologías libertarias siguen siendo patriarcales, e Iskra Pavez nos lo recuerda con su libro, porque han apartado la vista de todos aquellos cuestionamientos que pueden poner en jaque los privilegios masculinos, dejando intactas estructuras como la familia, la maternidad y la heterosexualidad obligatoria. De esta manera, nunca han provocado auténtico cambio (como diría Audre Lorde para referirse a “las herramientas del amo”).
El orden simbólico patriarcal impera en las ideologías aberrantes de las derechas, y lamentablemente también, en aquellas que se han levantado como alternativa a la injusticia social. Un ejemplo claro es este viejo pedófilo y violador que esta mujer libre deja al descubierto para liberar de la pesada carga de la violencia sexual a la niña que, aterrada, fue incapaz de oponérsele con sus 3, 5 u 8 años de edad. La pesada carga que no le corresponde, nos dice la autora. También la pesada carga que no nos corresponde es la civilización patriarcal y todas sus instituciones malolientes, erigidas a la medida de un cuerpo sexuado varón, porque nosotras no inventamos los 10 mandamientos, tampoco somos quienes apaleamos a las focas, apuñalamos a los perros, arrasamos los bosques, violamos niñas y niños, matamos mujeres (parafraseo con esta idea a Victoria Sendón de León). Los hombres sensibles y libre-pensantes no pueden seguir apartando la mirada sobre este hecho, y las mujeres, hallando la fuerza en nuestra genealogía de atrevimientos y desobediencias, no podemos seguir participando de “la gran derrota del hombre” (Carla Lonzi) como si nos perteneciera y fuésemos responsables de ella.
Como dice Virginia Woolf, me gusta el anticonvencionalismo de las mujeres. Me gusta el anticonvencionalismo de la niña liberada y la mujer libre de esta obra, que es capaz de sobreponerse al miedo, la culpa, la vergüenza, el silencio y el estigma para denunciar al “viejo” con las palabras llanas de su lengua materna.
Agosto, 2015.
hola me gustara mucho descargar el libro pero no puedo, y no lo encuentro en ninguna libreria de mi localidad, podrian porfavor proporcionarme algun link o como obtenerlo. gracias