CARTELES

A partir de ahora escribiré breve. Escribiré carteles. Para que alguien los recorte y los pegue en los muros de los palacios. O en la frente de aquellos que son camaleones. O los tire a la basura sin haberlos leído. Intentaré no ser ambivalente, intentaré no falsear la realidad, intentaré – como siempre lo hice – no caer en la demagogia ni ser sensiblero. Sin dioses, sin patrias, sin banderas. Parecería que no hubiera jerarquías ni normas. La fragilidad de pensamiento, la torpeza de supuestos intelectuales (con títulos o sin ellos) es de tal magnitud que parece que fueran sobornados. O por dinero o por cargos. Pobres diablos, camaradas sin espina dorsal. ¿Fundamentalismo de mercado, de credo? Los anarquistas tenemos el entusiasmo de la vida, escribió Rodolfo González Pacheco. Y también: “No acaba de comprenderse al anarquista. Y esto se debe – parece una paradoja – a su propia sencillez, su rectitud, su coherencia.” De aquellos escritos viene la memoria. Vigente, en pie, insurrecta. Rebelde, entonces, junto al viento y la rosa azul del sueño.

Rodolfo González Pacheco
Apóstoles de iconografías y símbolos comparten la visión polarizada del Estado. Y escriben o vociferan pueblo en un proceso que pocas veces los tuvo en cuenta más que para hacer número. Además, desde un púlpito sacro, discuten la democracia, la burguesía, el liberalismo. Sin terminar de entender muy bien cada cosa. Confundiéndolo todo; a veces por ignorancia, generalmente por mala fe.
La historia, la sociedad, crece en términos de complejidad e incertidumbre. Baudelaire afirmaba que debíamos de ser sublimes sin interrupción. Difícil, pero utópico.
Necesitamos deseducarnos para recuperar la espontaneidad. En lo cotidiano, en lo fraternal, en el amor, en la belleza, en la mirada del alba y de la noche. Habituados a un mundo de valores absolutos y palabras mayúsculas –por las cuales se cometieron crímenes, torturas y vejaciones- ese hombre supuestamente pensante vive enajenado. El hambre, la pobreza, la industria cultural, la falta de pasión, genera pedantería; devaneos y alardes. Inconstancia y frivolidad en la mayoría.
Me gusta sentirme un peregrino sin destino, un poeta que viaja a través de un espacio no estructurado, empujado siempre por frustraciones y esperanzas, solidario con los seres que luchan por su dignidad, por su libertad, por el amor. Que nunca fueron muchos; que son pocos, digo. De allí tal vez la extraterritorialidad, el extranjero, el exilio. No lo sé, caro lector, no lo sé. Los hombres de partido y los escribas tienen todas las respuestas. Y no digo más.
Carlos Penelas
Buenos Aires, septiembre de 2011

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