La escuela anarquista de Mérida
Carteles en Paideia. Fotografía de Esmeralda Rodríguez Vaquero.
La localidad extremeña de Mérida alberga una escuela única, sin exámenes, horarios fijos ni principio de autoridad. Paideia es un referente nacional porque conserva un método instructivo tan eficaz como olvidado: la pedagogía libertaria, postulado educativo del anarquismo. Inspiradas en la Escuela Moderna de Ferrer i Guardia, tres valientes mujeres la pusieron en marcha hace 33 años. Hoy, medio centenar de niños y niñas continúan aprendiendo en libertad, haciendo uso de la palabra como baluarte de la racionalidad frente al adoctrinamiento.
Por Esmeralda Rodríguez Vaquero. Francisco acaba de acompañar a su hija hasta el aula y se marcha, con el abrigo abrochado hasta el cuello, pues el frío arrecia esta mañana. Es un atípico día nebuloso en Mérida. Uno de esos que no suelen proliferar en Extremadura pero que en esta ocasión ha querido florecer por sorpresa. Entre esas nubes bajas, y dejando atrás el núcleo urbano, se vislumbra Paideia, la insólita escuela anarquista que toma su nombre de una palabra griega que alude a la educación integral. Cuentan que hace tiempo la escuela se sumergía en el campo, que no la rodeaban los cimientos que ahora anuncian la inminente construcción de viviendas. Eso fue años atrás, cuando las máquinas de plantar edificios aguardaban a que llegasen ‘épocas mejores’ y el ladrillo era solo el material con el que uno de los cerditos construyó una morada que lobo no pudo echar abajo. Paradójica y afortunadamente, la confianza en el ser humano original, solidario y dialogante se abre hueco en ese refugio especial y casi mágico donde las ideas originarias no se han corrompido un ápice, aunque «ningún día es igual a otro», como dice Lali, una de las educadoras. La jornada comienza y es habitual que llegue alguna visita. En muchas ocasiones se trata del antiguo alumnado, que sigue guardando una estrecha relación con el colectivo y se acerca para dar apoyo a sus compañeros y compañeras. En otros casos son personas atraídas por esta forma tan diferente de concebir la educación. Son los pequeños y pequeñas del centro quienes se encargan de mostrar al visitante las dependencias. Rosario, Enma, Manu y Cris lo hacen encantados. Nala, entre jugueteos y retozos, quiere unirse a la excursión. No dejan escapar ni un detalle y explican con esmero a qué se destina cada dependencia.
El Estado lo tolera
Hay dos edificios diferenciados, uno de ellos para educación infantil y un segundo destinado al resto del alumnado, de entre seis y catorce años. En total hay más de medio centenar de alumnos, que estudian hasta tercero de ESO. Las asignaturas son similares a las de la educación oficial, aunque hay sesiones específicas de cine, igualdad, teatro… Los profesores son personal titulado en licenciaturas como Magisterio, Psicología y Pedagogía. Los horarios son flexibles, en función de las necesidades y pueden cambiar cada quincena, cada mes o cada trimestre. La enseñanza infantil está homologada. La de ESO es «alegal». La Administración educativa, ahora ejercida por la autonomía extremeña, simplemente la tolera. Eso sí, de Paideia no se sale con el libro de escolaridad.
Distribuidos en grupos de trabajo, los alumnos ejercen la racionalidad, la responsabilidad, la ayuda mutua y el asamblearismo, postulados de la educación libertaria. Ellos mismos preparan la comida, cuidan el jardín y la huerta, se dedican a las tareas domésticas, confeccionan la revista del centro y limpian los exteriores del edificio. El horario también depende de ellos y lo han elaborado en relación a sus intereses y sus preferencias.
La jornada es amplia y las labores manuales e intelectuales se entrelazan. También los campos de estudio son propuesta del alumnado. A Lucía le entusiasman los juegos cooperativos porque «no se elimina a nadie». Carolina comparte la visión de su compañera pero ella se decanta por el cine. En los últimos días se proyectaron películas clásicas muy interesantes. La oferta de la que disponen este año se completa, además, con arte y literatura, igualdad, trabajo intelectual, música, teatro, experimentos y biología. Charlan animadamente sobre las materias, comentan lo que harán en la próxima sesión, lo que les queda pendiente o lo que les gustaría añadir. Salta a la vista que el diálogo y la argumentación son el pilar más robusto sobre el que se sostiene Paidea. «Ellos y ellas se lo preparan todo. Se realizan la planificación, configuran los grupos de trabajo, las estancias, los menús. Toda la dinámica». Olaya, una de las educadoras, comenta que el grupo de adultos sólo incide en los valores y en la convivencia. Ese es uno de los ejes del centro. Inculcarles la autogestión a todos los niveles.
La independencia está presente en todo el mecanismo funcional. La familia de cada niño o niña abona una cantidad mensual. Con esa cuantía se sufragan todos los gastos que se originan y las retribuciones para Rebeca, Lali, Lidia, Olaya, José Luis y Gracia, las seis personas que trabajan en el centro. El colectivo Paideia, no obstante, está integrado por seis más que colaboran dentro de su disponibilidad horaria. «Nuestra situación siempre es deficitaria», indica Lali. A sabiendas de esta situación, varios grupos realizan aportaciones desinteresadas de dinero o materiales, siempre que les resulta posible. Mujeres para la Anarquía es uno de ellos.
El mundo al revés
La asamblea se constituye en la organización básica del centro. En estos días llevan a cabo las síntesis trimestrales por grupos, donde se evalúan todos los aspectos relevantes en el funcionamiento del período en cuestión y planifican el siguiente. El grupo Cristal de Oro analiza su andadura, junto a Olaya. Aunque consideran que han «trabajado bien» y que se están «esforzando», vislumbran los aspectos a mejorar. Iris se muestra convencida. «Hemos tenido problemas a veces, no hemos respetado el material y a las personas, pero lo vamos cambiando». Estos mismos espacios de intercambio de ideas son también los elegidos para que cada pequeño y pequeña asuman sus compromisos, de manera libre y consecuente. No se enfrentan a exámenes ni a pruebas de ningún tipo. Únicamente realizan una exposición tras esos tres meses y comprueban si han cumplido aquello a lo que se comprometieron. Ven sus errores, aciertos, modifican conductas y afrontan su libertad responsable.
Oírles hablar y relacionarse entre sí supone todo un ejercicio de reflexión. La madurez que adquieren a tan corta edad es llamativa. El poeta, ensayista y profesor onubense Antonio Orihuela mantiene un contacto fluido con Paideia y con otro centro educativo emeritense, donde ejerce su labor docente. «Las diferencias son abismales, tanto en la participación como en el refuerzo de las tendencias positivas », explica. Solidaridad, respeto mutuo, razonamiento y libertad son los valores predominantes en este espacio donde es fácil mantener la esperanza en el ser humano integral, coherente y comprometido.
En un poema incluido en su libro Las políticas de las luciérnagas, Orihuela se hace eco de una conversación que escuchó en una cafetería. Un conductor de autobús escolar le contaba a otro la diferencia que palpaba entre el viaje que emprendía diariamente con chavales de un colegio emeritense y el que realizaba con los pequeños y pequeñas de Paideia. Mientras los primeros «…me gritan, rompen los asientos y cuando se van me han dejado el autobús destrozado, y lo mejor es que son todos de colegios de curas», los niños y niñas del colectivo «vienen alegres, se dan besos al verse, ayudan los mayores a los peques, me dan los buenos días y vamos cantando hasta un colegio que ni es colegio ni es nada, una casa en medio del relente». El trabajador continuó su comentario con una valoración: «El mundo al revés, compadre».
Nivel similar, diferentes valores
Orihuela ha comprobado en su propia familia las ventajas comparativas de la educación libertaria, porque sus hijos pasaron por Paideia, pero la adaptación no es fácil, tanto para los que llegan al centro de otros oficiales como para los que se matriculan en los institutos al salir de las «aulas anarquistas».
Los pequeños y pequeñas que vienen de otros centros tienen estructuras mentales muy diferentes. «Cuando llegan quieren autoridad», indica Lali. Jonás es un ejemplo de ello. Escondido debajo de la mesa, se resiste a unirse a sus compañeros y compañeras porque ha tenido un problema con alguien y no se atreve a afrontarlo. Al cabo de un rato se decide y abandona su refugio para incorporarse con el resto. Rebeca es una antigua alumna y ahora trabaja en Paideia. Concluyó en 1992 y pasó al antiguo BUP. «Aquí se trabaja más intensamente el razonamiento lógico, las habilidades lingü.sticas, la organización temporal», indica. Los contenidos no supusieron un obstáculo para ella puesto que «es algo que siempre puedes adquirir por tu cuenta». Celia se ha incorporado al instituto este mismo año. «Noto el cambio pero me estoy adaptando», asegura. «El nivel me parece similar pero noto mucha diferencia en los valores que se nos han transmitido siempre». Además, ha realizado sus primeros exámenes. «En un primer momento cuestan pero estamos habituados a estudiar y a tener autonomía, así que no existe mayor contratiempo», concluye sonriente.
El sauce de Pepita
Retazos de los pensamientos de Malatesta, Bakunin, Emma Goldman o Margaret Mead pueblan el ambiente. La huella de Ferrer i Guardia es evidente. Las paredes reflejan la ética que envuelve el edificio y transmite sus mensajes a todo color. Textos breves, reflexiones, que revelan el carácter transformador que fluye, incesante.
Paideia no es un centro educativo sino un hogar, una comunidad, una forma de concebir la vida que se aleja del automatismo imperante, precisamente porque mantiene la esencia con la que se puso en marcha, poco después del fin de una dictadura protectora de la autoridad que aquí no tiene cabida. Comenzó a funcionar en 1978. Sus orígenes se encuentran en Fregenal de la Sierra y en su intento de Escuela en Libertad abortado por la Administración franquista. La hicieron posible tres mujeres expertas en educación: Concha Castaño Casaseca, María Jesús Checa Simó y Josefa Martín Luengo, ‘Pepita’, que falleció hace unos meses.
Un precioso sauce tintado de lila recibe a quienes pasan la puerta exterior de Paideia. Es un árbol dedicado a ella. Su nombre flota en el ambiente de manera constante, a raíz de algún acto, vivencia o conversación que la devuelve al presente. Muy cerca del sauce, se acomoda una mimosa, «su árbol preferido», comenta Concha. Pepita ya no está pero sigue ahí. No se ha ido. Ni se alejará nunca.