Se llama Abencia Meza pero su linaje pertenece a una patria en donde el nombre se adquiere por fuerza del propio carácter y sobre el escenario; un nombre de guerra como el que se consigue en el campo de batalla o en el ring. Ella es La Pistolita Meza. O “la Reina de las Parranditas” y su patria es el huayno, la música más popular del Perú, una cadencia folklórica que se canta con la voz desgarrada y en la que conviven tanto los padeceres del amor y del trabajo como la celebración de la fiesta y los tragos que la animan. El jueves pasado, La Pistolita salió del penal de mujeres de Lima. En la puerta la esperaban sus seguidores para cantar con ella “Me tomo una cerveza”, una de las canciones que más le pedían cuando todavía recorría el país en escenarios montados en clubes y al aire libre, con espacio suficiente para que abajo se pudiera bailar a su ritmo. Había pasado seis meses presa, acusada de pagar a un hombre para que asesine a quien fuera su amor y su desvelo, Alicia Delgado. O mejor, La Princesita del Folklore, conocida desde 1975 por un huayno dolido: “El fracaso de la vida”. La Pistolita no lloró por su amor ahora en libertad, tampoco cuando fue apresada. El dolor, dijo, es algo que se guarda en el corazón, aun cuando ese gesto de recato le haya pesado en contra a la hora de la sospecha: “Sorprende también que sus rasgos psicológicos muestran que una vez conocido el deceso de Alicia Delgado no habría presentado aflicción ni dolor. También demostró frialdad y cierta liberación emocional frente a una relación sentimental conflictiva”, dijeron entonces los peritos de criminalística. Pero el juicio popular va más allá del informe pericial y es contundente. En los foros de Internet, en los comentarios que habilitan los medios de prensa, en las llamadas a las radios La Pistolita ha ganado nuevos motes: lesbiana machona y violenta, es un buen resumen. Ella, de alguna manera, se hizo cargo de ese juicio y se desprendió de la historia de amor tantas veces afirmada como negada. En plena parranda después de su liberación recordó a La Princesita: “Le di mi amor a la persona equivocada, te pido perdón hijo mío, por haberte dejado de lado”.
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Abencia y Alicia se conocieron en 1999. Alicia volvía de Nueva Jersey, Estados Unidos, donde había pasado largos años tratando de conquistar al público latino, a las y los peruanos expulsados de su país por falta de trabajo o cercados por el conflicto armado entre el Estado y la guerrilla campesina de Sendero Luminoso. No le había ido bien en el imperio del norte, su huayno más famoso parecía entonces una premonición. La Pistolita, en cambio, estaba empezando a trepar la cresta del éxito popular. Todavía usaba las clásicas polleras bordadas que caracterizan a las mujeres del folklore aunque su voz sonaba más aguerrida que lastimera. La primera propuesta de Abencia fue laboral, quería representar a Alicia en las parrandas, devolverle el brillo que había tenido antes de su exilio voluntario. Juntas fueron dinamita en los escenarios. Cantaban a dúo, coqueteaban en escena, se mostraban de la mano. Juntas fundaron una empresa dedicada a la promoción del huayno a la que llamaron Triple A (ajenas a la connotación macabra que tiene para la Argentina) en honor a sus iniciales y a la de otra palabra que no querían confesar. Tenían propiedades en común, entre ellas una oficina sobre la que la prensa dedicada a esta farándula bautizada en Perú como Choliwood solía preguntar: “¿Pero no hay una cama en esa oficina?”, inquirió una vez el periodista Beto Ortiz, versión peruana de Jorge Rial. “Eso no te lo voy a permitir –contestó airada Alicia–, yo no voy a abrir mi intimidad, no me preguntes dónde cuelgo mis calzones.” Es que La Princesita era la más reacia a reconocer la relación que las unía y hasta era capaz de frases que evidentemente herían a La Pistolita como “a mí no me gusta el salmón, yo sólo como hot dog”. Abencia, por su parte, intentaba guardar silencio sin éxito: “Yo con ella quiero todo” ¿Todo? “Sí todo, es la mujer que me saca el sueño.” Eran una pareja visible para el ansia voyeurista pero innombrable, lo de ellas era ser simplemente amigas. Un closet de hierro les sellaba los labios a declaraciones más llanas. Ni siquiera frente a un insistente hasta el hartazgo Jaime Bayly La Pistolita pudo decir su verdad. El escritor del flequillo eterno le había preguntado si era heterosexual, dijo que no. Si era bisexual, la respuesta fue no. Si era lesbiana, “eso Jaime, no te lo puedo decir”. A lo que Alicia retrucó: “Lo que pasa es que ella no sabe lo que es heterosexual”.
El mandato de silencio se parecía a la locura. A una forma de la locura que deja cicatrices. Aunque entre ellas las cicatrices no fueron solo simbólicas.
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La marca más contundente se vio sobre el cuerpo de Alicia Delgado, aun antes de las nueve puñaladas fatales que se contaron en la morgue judicial en junio del año pasado. Un moretón azul sobre su rodilla se reprodujo en cientos de escenas de televisión y en las revistas Choliwood. El título era siempre el mismo: “Mujer contra mujer”. La denuncia por lesiones se radicó en la comisaría de La Molina, el barrio limeño donde las dos vivieron juntas, aunque ya la relación estaba dañada –“La dejé, sí, la dejé”, dijo Delgado en un segundo encuentro con Bayly vestida con el traje típico del folklore peruano–. Sin embargo esa misma tarde, después de la denuncia, las dos se mostraron juntas en un programa de televisión. El guión que representaron describe perfectamente el círculo de la violencia de género, aunque en este caso se trate de dos mujeres. Frente a cámara, Abencia reconoció haberle “pegado dos cachetadas a la señora”. Alicia se hizo cargo de que de alguna manera la había provocado: “Es que unas amigas me convidaron un traguito y como tengo cabecita de pollo ya no pude volver. Las dos nos reclamamos y nos pegamos”. La Princesita dijo haber perdonado a la reina de las parranditas. Ella, por su parte, pidió que ya no le pregunten por el episodio violento: “Lo que pasó queda entre las dos, son cosas de dos, de la casa”. La pareja que no terminaba de decir nunca que era pareja silenciaba bajo dos candados lo que nunca llega a verse y tratarse como tal, que el círculo de la violencia no es exclusivo de las parejas heterosexuales.
Fabiana Tron, activista lesbiana y una de las iniciadoras del programa de prevención y atención de la violencia entre lesbianas en Argentina, “Desalambrando. Para salir del segundo closet”, asegura que “medir la incidencia de relaciones de maltrato es una tarea difícil, casi imposible, entre otras cosas por el problema de la invisibilidad que impide que se puedan sacar muestras representativas”. Frente a una lista de diez situaciones que son tenidas en cuenta para diagnosticar una relación de maltrato, casi 8 de cada 10 lesbianas encuestadas en la marcha del orgullo de Buenos Aires en 2004, las reconocieron como propias. Son situaciones que van desde hacer cosas que saben que hieren a la compañera intencionalmente, hasta golpes, empujones, patadas o trompadas.
Entre Abencia y Alicia, la violencia era más que evidente, sin embargo para la prensa que metía tanto como podía el dedo en la llaga, los golpes no eran más que puestas en escena, lo que se buscaba era la reconciliación en cámara e incluso la “confesión” de su relación sentimental. Todo lo demás quedó obturado hasta que fue demasiado tarde.
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¿Cuánto importa que fueran o no fueran pareja a lo largo de ocho años estas mujeres del folklore peruano? ¿Es sólo el chusmerío lo que alienta la pregunta? ¿Es escribir en el agua pensar que si no existieran tantos prejuicios el descenlace podría haber sido distinto? O al menos se hubieran hecho visibles de otra manera las ansias de control La Pistolita sobre Alicia, de las que ahora hablan las amigas de las dos tanto como confirman que eran una pareja amorosa, aunque cruzada por los celos y la violencia. Lo cierto es que el closet en el que vivían a pesar de hacer públicas sus peleas y reconciliaciones, las ambigüedades y los gestos de cariño construían una enorme sospecha. “Hace algún tiempo, la cantante Abencia Meza fue señalada como lesbiana debido a sus maneras rudas, su costumbre de vestir ropa de varón y, sobre todo, por su íntima amistad con otra mujer, de nombre Alicia Delgado. Ella (Meza) lo aceptó y lo negó en distintas oportunidades, al punto que la verdad sobre su orientación sexual ha permanecido sin ser aclarada desde entonces, aunque la situación ha servido para que, de tiempo en tiempo, Abencia vuelva a ser motivo de grandes titulares”, escribió el periodista Jorge Alberto Chávez en la revista Diario de Lima Gay. A ellas se les pedía que hablen, que digan qué las unía, que se hicieran cargo sin medir cuál es el grado de hostilidad –y también de voyeurismo– que tendrían que soportar. Sólo después de la aparición del cadáver de Alicia dentro de su departamento, con una correa al cuello y nueve heridas de arma blanca, Abencia apareció con gesto cansino reconociendo que a su celular también llegaban amenazas, la tildaban de machorra, de lesbiana perversa, de enferma, le decían que deje en paz a La Princesita. Tal vez era ese cansancio de la media lengua lo que leyeron los peritos en el informe que realizaron cuando la detuvieron y que hablaba de cierta “liberación emocional frente al final de una relación sentimental conflictiva”.
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Abencia no fue la autora material del homicidio de Alicia Delgado. El que empuñó el arma es un ex coronel que oficiaba de chofer de La Princesita que relató con crueldad cada movimiento realizado esa tarde de junio en que la mató. Claro que dijo que lo hizo por encargo de La Pistolita. Y ella calza justo en el estereotipo de la mujer (la lesbiana) despechada. Un estereotipo que suele tentar a los representantes del Poder Judicial. Aquí en Buenos Aires, en 2007, hubo un caso emblemático de lo que significa “calzar en el molde”. Unos días después de haber hallado asesinada a la odontóloga Mariela Frydman en su departamento de Núñez, la hija del portero del edificio, María José Muñoz, fue detenida. La fiscalía hablaba de “móviles pasionales” ya que no habían robado más que un celular. Y Muñoz, además de ser lesbiana, tenía pasión por los celulares. “Yo no voy a cambiar, aunque me hayan metido en cana por portación de cara. Sí, soy lesbiana. Algunas chicas me dicen Leo y a veces parezco un varón, pero esas no son razones para que me conviertan en asesina”, dijo María José cuando la liberaron por falta de pruebas pocos días después de haber sido detenida.
En el caso de Abencia, sin embargo, pesan los antecedentes de violencia. Pesan tanto como la mirada social que interpone el prejuicio como una barrera casi infranqueable. De La Pistolita no se puede ver más que su despecho. De Alicia, es difícil ver más allá de su ansia por demostrar que sólo la unía la amistad a Abencia, que era heterosexual que los hombres “me encantan”. “Abencia era terriblemente celosa y siempre le pegaba. Una vez hasta la dejó coja a la pobre Alicia, al punto que fue necesario internarla en una clínica donde permaneció por dos días. Alicia nunca dijo nada por evitar el escándalo y porque la quería mucho”, graficó el peso del silencio su amiga Totita Cruz, también cantante de huaynos. Pero también habló María Velázquez, La Mecánica del Folklore, para decir que los celos también venían de parte de Alicia, que hasta le había confiscado los celulares porque recibía mensajes amorosos de una limeña radicada en Buenos Aires que visitó a Abencia en la cárcel en los últimos seis meses.
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Muchas historias se cruzan en la historia de estas dos mujeres. Por alguna razón –evidente razón– hasta el asesino material y su descripción detallada del homicidio ha perdido protagonismo. Sólo quedan ellas, sólo queda su intimidad ahora despanzurrada como un peluche viejo. Pedro Mamanchura, el asesino confeso, prepara un libro con los detalles de la relación entre La Pistolita y La Princesita del Folklore. Allí, dice, va a contar toda la verdad de lo que pasó entre ellas. El 3 de febrero, además, saldrá a la luz otro libro, editado por Planeta, del periodista Carlos Chávez Toro. Este libro, ¿Quién mató a Alicia Delgado?, empieza –dice el autor– con el detalle de la relación sexual entre Alicia y su novio, el arpista de 25 años Miguel Salas. “Porque esta era la verdad de La Princesita, ella estaba buscando una relación sana.” Y la televisión no quiere perderse la tajada que promete arrancarle a la sed de culebrón que deja en el ambiente esta historia de amor roto por el silencio y la violencia. Ya se está preparando una miniserie que contará los ocho años de sociedad entre las cantantes de huaynos y el peor final imaginable.
Alicia ya no puede hablar ni callarse. Ella es la víctima de todas las historias cruzadas, de las interpretaciones, del ansia de intimidad develada. La última vez que se subió a un escenario cantó una canción que había compuesto hace poco y que la acompañó en su sepelio: “Adiós, adiós… con mucha pena me despido.., mis canciones quedarán grabadas para que algún día te acuerdes de mí”.
Sea cual sea el final del juicio que todavía sigue abierto contra La Pistolita –el juicio popular ya está emitido– es difícil que ella vuelva a cantar ese huayno pegadizo con que abría los shows que las dos mujeres brindaban juntas: “Has cambiado mi vida”. Pero aun así, cuando esas estrofas también se llamen a silencio, su vida habrá cambiado, irremediablemente.
Fuente: Página 12
http://www.pagina12.com.ar/imprimir/diario/suplementos/soy/1-1205-2010-01-29.html