Según cuentan los que lo conocieron, quedó profundamente impresionado por la represión de mayo de 1909 desatada por Falcón. Comentaba que la policía montada les recordaba a los cosacos zaristas que con sus sables dejaban un tendal de obreros muertos en las concentraciones anarquistas de Rusia. Radowitzky asistió a las reuniones que condenaban la acción de Falcón y la actitud del gobierno que le aseguraba impunidad al comisario, acercándose a los grupos que propiciaban la propaganda por el hecho, partidarias de la acción directa y de planificar el ajusticiamiento del coronel Falcón. Tras varios meses de preparativos, todo estaba listo la mañana del 14 de noviembre.
El joven Simón salió poco antes de las once de su casa de la calle Andes 394. Tomó el tranvía 17 y descendió en la esquina de Callao y Quintana. Caminó por Quintana hacia el cementerio de la Recoleta y esperó unos minutos. De pronto vio salir un coche Milord. En su interior, el coronel Falcón charlaba con su secretario, Juan Lartigau. La conversación lo tenía tan ensimismado que no advirtió la extrema cercanía de aquel joven vestido de negro, que sin mediar palabras le arrojó un paquete que fue a dar al piso del coche entre sus piernas. Falcón no tuvo tiempo de reaccionar, un terrible estruendo rompió el rodado y lo arrojó junto a su acompañante sobre el empedrado de Quintana. Sus piernas quedaron destrozadas al igual que las de Lartigau. Para cuando llegó la asistencia pública, los dos estaban prácticamente desangrados. Fueron trasladados de urgencia al Hospital Fernández, donde morirían horas después.
Nunca dirá el nombre de los compañeros que colaboraron en el atentado. Con el tiempo se supo que fueron al menos cuatro. Cuando todo indicaba que iba a ser sumariamente condenado a muerte, un tío de Simón, Moisés Radowitzky, de profesión rabino, aportó su partida de nacimiento que determinaba que era menor de edad, lo que evitó el fusilamiento. Se sustanció un proceso de una rapidez inusitada para los tiempos de la justicia argentina y se dictó una sentencia que no registraba antecedentes: se lo condenó a prisión por tiempo indeterminado y a ser sometido a pan y agua durante veinte días cada año al cumplirse los aniversarios del atentado.
Tras una breve estadía en la Penitenciaría Nacional de la calle Las Heras y tras un intento de fuga, fue trasladado al penal de Ushuaia, donde permanecerá por 21 años, transformándose en un símbolo para el movimiento obrero anarquista que no dejará jamás de luchar por su libertad.
En la prisión, sólo comparable con la de la Isla del Diablo, Radowitzky se convertirá en el “mártir de la anarquía”. Será un místico de la resistencia y del altruismo con los demás presos. Protagonizará una huida legendaria a través de los canales fueguinos hasta que es capturado por un buque de guerra chileno y entregado a los carceleros argentinos. Todos los castigos inimaginables serán entonces para él. Aunque enfermo de tuberculosis, el clima del extremo sur y el aislamiento no lo amedrentan y sigue siendo el defensor de los demás presos para quienes Simón es una personalidad mística y al que admiran casi con respeto religioso.
Sus compañeros de ideas de todo el país no lo abandonaron en ningún momento. Miles de mitines y su nombre siempre en la primera página de sus publicaciones. Hasta que en 1930, Yrigoyen firmará el indulto. Pero el gobierno radical no se aguanta al carismático atentador en territorio argentino y lo expulsa al Uruguay. Allí será detenido y poco después soportará presidio en la isla de Flores. Hasta que en 1936, ya en libertad, marchará a la Guerra Civil española a luchar contra el fascismo de Franco.
Morirá en México en 1956 mientras trabajaba de obrero en una fábrica de juguetes, el mejor oficio que puede tener un ser humano.