– Hay quienes aseguran que los abusos infantiles se han han convertido en un problema de salud pública en nuestro país ¿es así? – Contamos con pocas estadísticas porque son difíciles de hacer. En la mayor parte de los casos, los abusos se producen entre cuatro paredes. No obstante, Argentina es líder en la región en cuanto a investigación y a preocupación por este tema, y la prueba está en que tenemos legislación que no tienen otros países. Somos el único país en el que un niño no tiene que ir a declarar a un juicio por un caso de abuso. Luego de un caso de abuso en Río Negro, en la localidad del Bolsón, surgió de mi parte la necesitad de que los niños no tuvieran que ir a juicio a contar lo que no pueden contar, porque no conocen a los jueces, a los fiscales y mucho menos a los defensores. Una de las primeras medidas que me parecía adecuada era sacar a los niños de ese ámbito y así fue. Ya hace 11 años que se modificó el Código y a partir de entonces los niños son entrevistados en Cámara Gesell y no por siete u ocho personas de saco y corbata que les preguntan cosas de su intimidad y que no están preparados para contar.
– ¿Cuántos casos llegan a ser denunciados efectivamente? – Se puede hace un cálculo que permite entender la magnitud del drama. Normalmente en Argentina se esclarece dos o tres por ciento de los hechos delictivos que suceden. Si se tiene en cuenta que de los casos de abuso infantil no llegan a denunciarse más que 10%, la proporción es geométrica: cada mil abusos se esclarece uno y los otros 999 quedan impunes. Esto da la pauta en primer lugar de la magnitud de la impunidad; y, en segundo lugar, muestra las razones profundas para que la impunidad sea tan alta. No hay que perder de vista que sobre estos delitos de instancia privada la sociedad tiene una visión muy masculina de la cuestión. Durante mucho tiempo se decía que los niños mentían y esa mirada masculina que tiende a discriminar a la mujer también hace que no se les crea a las madres ni a los niños. Eso genera una mirada muy negativa de la policía, fiscales y jueces.
Por supuesto que no estamos hablando de todos los casos, de hecho hay muchos operadores que hacen las cosas muy bien.
– ¿Cómo está funcionando hoy la cámara Gesell? – No se usa igual en todas las provincias. El problema es que no todos los tribunales entienden la cámara Gesell de la misma manera, pese a que la normativa es muy clara. La ley dice con precisión que lo que se busca es que el niño no sea interrogado sino entrevistado. En algunos casos no es así y el niño es interrogado indirectamente, porque hay tribunales que lo que hacen es establecer un canal de comunicación con el especialista y le transmiten preguntas, no inquietudes. Esto ocurre porque hay falta de capacitación de muchos operadores judiciales quienes, además, siguen sosteniendo una mirada de género y de edad, que es un imaginario histórico que debería ser abandonado por el nuevo modelo.
El paradigma actual es de no discriminación: la Convención del Derecho del Niño, en el artículo 12, garantiza el derecho del niño a ser escuchado. Lo que pasa es que más de un juez pensó que escuchar a un niño es sentarlo en un juicio para que hable; yo vengo sosteniendo que sentarlo ahí es silenciarlo, es al revés, es no escucharlo. Escucharlo significa crear las condiciones para que pueda expresarse.
– ¿Qué pasa cuando en sede penal hay una denuncia de abuso y un juez de Familia otorga la revinculación? – Son estrategias muy utilizadas. En los juzgados de Familia piden la revinculación con los niños y realmente los jueces de familia que las otorgan no se dan cuenta de que es una medida injusta y absurda. Se revincula lo que tiene vínculo y un niño no puede tener vínculo con su abusador. Esa revinculación está pedida como estrategia defensiva para que ese chico se contacte con quien está acusado de abusarlo, con lo cual terminarán por silenciarlo; esto es de sentido común. Hay muchos jueces que caen en la trampa de esas estrategias y ordenan constantemente la revinculación.
– ¿Cómo se revierte esa situación? – Primero, capacitando a los operadores judiciales y después controlándolos en el ejercicio de su función. Y donde se detecte ese tipo de miradas misógenas, discriminadoras de género que suelen tener algunos magistrados, se los separa, se los juzga y se los hecha. Después se los reemplaza por otros que sí tengan la mirada que se necesita en estos casos.