Existe un concepto generalizado acerca del matrimonio y el amor, y es que son sinónimos, que surgen por los mismos motivos o causas y cubren las mismas necesidades humanas. Como muchos de los pareceres del sentido común, éste no descansa sobre hechos reales, sino sobre supersticiones.
Matrimonio y amor no tienen nada en común; están tan lejos el uno del otro como los dos polos; son, en realidad, antagonistas. Sin duda hay algunos matrimonios que han sido resultado del amor. No tanto porque el amor pueda imponerse sólo a través del matrimonio, sino más bien porque son pocos quienes pueden liberarse por completo de la norma establecida. Existe hoy en día un gran número de mujeres y hombres para quienes el matrimonio no es nada más que una absurda comedia a la que se someten en aras de la opinión pública. De cualquier modo, si bien es cierto que algunos matrimonios están basados en el amor, y siendo igualmente cierto que en algunos casos el amor se prolonga en la vida matrimonial, yo sostengo que lo hace a pesar de, y no gracias a, el matrimonio.
Por otro lado, es totalmente falso que el amor sea consecuencia del matrimonio. En alguna rara ocasión llega a nuestros oídos el caso milagroso de una pareja de casados que se enamora después del matrimonio, pero si nos remitimos a una mirada detenida, encontraremos que se trata de una mera adaptación a lo inevitable. Ciertamente el acostumbramiento del uno al otro está muy lejos de la espontaneidad, intensidad y belleza del amor, sin las cuales la intimidad del matrimonio debe resultar degradante tanto para la mujer como para el hombre.
El matrimonio es ante todo un arreglo económico, un contrato de seguros, que sólo se distingue de un contrato normal de seguro de vida en que obliga más y exige más. Sus beneficios son insignificantemente pequeños si se los compara con la inversión hecha. Al contratar una póliza de seguros, pagamos por ella, quedando siempre en libertad de interrumpir los pagos. Sin embargo, si la prima de una mujer es un marido, ella tendrá que pagar por esa prima con su nombre, su privacidad, su autoestima, su vida misma, “hasta que la muerte los separe”. Más aún, el seguro matrimonial la condena a una dependencia de por vida, al parasitismo, a la completa inutilidad, tanto individual como social. También el hombre paga su peaje, pero como su mundo es más amplio, el matrimonio no lo limita tanto como a la mujer. Siente sus grilletes más que nada en el aspecto económico.
Las palabras de Dante sobre el Infierno se aplican con igual fuerza al matrimonio: “Aquél que entra aquí deja atrás toda esperanza”.
Que el matrimonio es un fracaso es algo que nadie, excepto los más obtusos, podría negar. Basta echar una mirada sobre las estadísticas de divorcio para darnos cuenta de cuán amargo puede ser realmente un matrimonio fracasado. Ni podrá hacerlo tampoco el estereotipado y filisteo argumento de que la permisividad de las leyes de divorcio y la creciente libertad de la mujer justifican el hecho de que: primero, uno de cada doce matrimonios termina en divorcio; segundo, desde 1870 los divorcios han aumentado de 28 a 73 por cada cien mil personas; tercero, que desde 1867, el adulterio, como motivo de divorcio, se ha incrementado 270,8 por ciento; cuarto, que el abandono conyugal se incrementó en 369,8 por ciento.
Súmese a estos alarmantes trazos iniciales todo un vasto acopio de material, dramático y literario, que aclara aún más este tema. Robert Herrich en Together [Juntos], Pinedo en Mid-Channel [En medio del canal], Eugene Walter en Paid in Full [Pagado en su totalidad], y muchísimos otros escritores que examinan la esterilidad, la monotonía, la sordidez, la insuficiencia del matrimonio como elemento de comprensión y armonía.
El estudioso de lo social que reflexione no se conformará con la superficialidad vulgar de la justificación para este fenómeno. Tendrá que profundizar muchísimo en las vidas mismas de los sexos para saber por qué el matrimonio resulta ser tan desastroso.
Edward Carpenter dice que detrás de cada matrimonio está el entorno, de toda una vida, de los dos sexos; entornos tan distintos entre ellos que el hombre y la mujer tendrán que seguir siendo extraños. Separados por una insalvable muralla de supersticiones, costumbres y hábitos, el matrimonio no tiene la potencialidad de desarrollar el conocimiento mutuo y el respeto por el otro, sin los cuales toda unión está condenada al fracaso.
Henrik Ibsen, que detestaba toda simulación social, fue probablemente, el primero en darse cuenta de esta gran verdad. Nora abandona a su esposo, no porque esté cansada de sus responsabilidades ni porque sienta la necesidad de reivindicar los derechos de la mujer como lo diría una crítica torpe e inepta, sino porque se hace consciente de que durante ocho años ha vivido con un desconocido y ha parido sus hijos. ¿Puede haber algo más humillante, más degradante que una proximidad de por vida entre dos desconocidos? Nada necesita saber la mujer del hombre, excepto sus ingresos. En cuanto al conocimiento de la mujer -¿es que hay que conocer algo, aparte de su agradable apariencia? No hemos superado aún el mito teológico sobre la carencia de alma de la mujer, donde ella es un mero apéndice del hombre, sacada de su costilla para beneficio del señor, un señor con tanta fortaleza que temía a su propia sombra.
Tal vez la baja calidad del material del cual proviene la mujer sea responsable de su inferioridad. De cualquier modo, la mujer no tiene alma… ¿qué hay que saber sobre ella? Además, mientras menos alma tenga una mujer, mayores serán sus activos como esposa y más fácilmente se asimilará a su marido. Es esta esclavitud resignada a la superioridad del hombre la que ha mantenido la institución conyugal aparentemente intacta por tanto tiempo. Ahora que la mujer está haciéndose dueña de sí misma, ahora que se está tomando a sí misma como ser independiente de la gracia de su dueño, la sagrada institución del matrimonio se ve gradualmente minada, y no habrá lamento sentimentaloide alguno que pueda mantenerla en pie.
Prácticamente desde su misma infancia se le dirá a cualquier niña común y corriente que el matrimonio ha de ser su objetivo final, y por eso, su preparación y educación irán directamente enfocadas a esa meta. Así como a la callada bestia se la engorda para el matadero, a ella se la preparará para eso. Pero, extrañamente, se le permitirá saber mucho menos de su función como madre y esposa que lo que sabe el artesano más común de su oficio. Es indecente y asqueroso que una chica respetable sepa algo de la relación marital. Ah, cuánta inconsistencia en la respetabilidad, que necesita de los votos matrimoniales para transformar algo asqueroso en el más puro y sagrado acuerdo, al que nadie osaría cuestionar o criticar. Sin embargo, esa es exactamente la actitud del defensor promedio de la institución matrimonial. La futura esposa y madre, preservada en una ignorancia completa de aquello donde radica su único valor en el campo competitivo, el sexo. De este modo, entra en una relación con un hombre, relación que durará toda la vida, sólo para encontrar que se siente conmocionada, disgustada y ofendida más allá de todo límite, por el más natural y saludable de los instintos, el sexo. Valga decir que un gran porcentaje de la infelicidad, tristeza, angustia y sufrimiento físico que se padecen en el matrimonio se debe a una ignorancia criminal sobre materias sexuales, lo que es ensalzado como una gran virtud. No es en absoluto una exageración cuando digo que más de un hogar se ha roto por este hecho deplorable.
Por el contrario, si la mujer es libre y lo suficientemente capaz como para aprender los misterios del sexo sin la sanción del Estado o la Iglesia, quedará condenada como totalmente inadecuada para convertirse en la esposa de un “buen” hombre, significando por “bueno” una cabeza vacía y dinero en abundancia. ¿Puede haber algo más violento que la idea de que una mujer adulta, saludable, llena de vida y pasión, tenga que negar las exigencias de la naturaleza, reprimir sus deseos más intensos, minar su salud y quebrantar su espíritu, atrofiar su imaginación, abstenerse de las profundidades y glorias de la experiencia sexual hasta que un hombre “bueno” llegue a su lado para tomarla como esposa? Esto es precisamente lo que significa el matrimonio. ¿Cómo puede acabar un arreglo tal, que no sea en fracaso? Este es un factor en el matrimonio, y no es el menos importante, que lo diferencian del amor.
Nuestros tiempos son de pragmatismo. El tiempo en que Romeo y Julieta desafiaban la ira de sus padres por amor, en que Gretchen se autoexpuso al chismorreo de sus vecinos por amor, no lo era. Si en alguna rara ocasión los jóvenes se permiten el lujo del romance, son rescatados por sus mayores, que les enseñan y disciplinan hasta que se pongan “razonables”.
La lección moral que se inculca a la niña no es que un hombre la despierte al amor, si no más bien: “¿Cuánto?” El único y fundamental Dios de la vida práctica americana es: ¿Puede el hombre ganarse el sustento? ¿Puede mantener a una esposa? Eso es lo único que justifica el matrimonio. Gradualmente esto va impregnando cada pensamiento de la chica; sus sueños no son de luz de luna y besos, de risas y lágrimas; sueña con salidas de compras y mostradores de gangas. Esta pobreza espiritual y sordidez son los elementos inherentes a la institución matrimonial. El Estado y la Iglesia no aprueban otro ideal, simplemente porque éste es el único que necesitan el Estado y la Iglesia para el control de hombres y mujeres.
Sin duda que hay personas que siguen considerando el amor por encima del dinero. Y esto es especialmente cierto para aquel grupo cuyas necesidades económicas le han obligado a hacerse económicamente independiente. El tremendo cambio en la posición de la mujer, forjado por ese poderoso factor, es verdaderamente espectacular, cuando reflexionamos en el corto tiempo transcurrido desde que entró al terreno industrial. Seis millones de mujeres asalariadas; seis millones de mujeres que tienen el mismo derecho que los hombres a ser explotadas, a ser robadas, a ir a huelga, y siempre, a morirse de hambre. ¿Algo más, mi señor? Sí, seis millones de mujeres de todas las edades en cada esfera, desde el más elevado trabajo intelectual hasta la más difícil labor rutinaria en las minas y en las vías del ferrocarril. Sí, incluso detectives y policías. Sin duda, la emancipación es completa.
Pero a pesar de todo esto, sólo un número muy reducido del enorme ejército de mujeres asalariadas consideran el trabajo como cuestión permanente, con la misma perspectiva que lo hace el hombre. No importa cuán decrépito esté, se le ha programado para ser autónomo e independiente económicamente.. Sí, sí, ya sé que nadie es realmente independiente en nuestra rutina económica; pero aún así, aún el más insignificante espécimen de hombre odia, de todos modos, ser un parásito, ser conocido como tal.
La mujer considera su condición de trabajadora como transitoria, pudiendo ser echada a un lado por el primer postor. Esta es la razón por la cual es extremadamente más difícil organizar a las mujeres que a los hombres, “¿Por qué tendría yo que incorporarme a un sindicato? Me voy a casar, voy a tener un hogar”. ¿No se le ha enseñado desde la infancia a considerar esta idea como su más profunda vocación? Aprende, demasiado bien y pronto, que el hogar, aunque no sea una prisión tan grande como la fábrica, tiene puertas y barrotes más sólidos, con un guardián tan leal que nada podrá escapársele. La parte más trágica es, no obstante, que el hogar no la libera de la esclavitud salarial; sólo aumenta sus tareas.
De acuerdo a las últimas estadísticas presentadas a una comisión “sobre trabajo y salario y hacinamiento de la población”, el diez por ciento de las trabajadoras asalariadas, sólo de la ciudad de Nueva York, son casadas, y aún así, tienen que seguir trabajando en tareas que son las peor pagadas en el mundo. Agreguemos a este horrible aspecto las fatigosas tareas domésticas, y ¿qué queda entonces de la protección y esplendor del hogar? De hecho, aún las chicas de clase media casadas no pueden hablar de su hogar, ya que es el hombre quien crea todo lo que la rodea. No es relevante que el esposo sea un bruto o un encanto. Lo que yo quisiera demostrar es que el matrimonio le garantiza a la mujer un hogar sólo por gracia de su marido. Allí ella se mueve en el hogar de él, año tras año, hasta que su visión de la vida y de los temas humanos pasa a ser tan plana, estrecha y monótona como su entorno. No puede sorprender que se transforme en una amargada, mezquina, pendenciera, chismosa, insoportable, que aleja al hombre del hogar. No podrá irse, aunque lo desease; no existe lugar donde ir. Además, el corto período de vida matrimonial, de renuncia completa a todas sus propias facultades, incapacita totalmente a una mujer común y corriente para actuar en el mundo exterior. Se volverá descuidada en su apariencia, torpe en sus movimientos, dependiente en sus decisiones, cobarde en sus juicios, una carga y una lata, que provocará en la mayoría de los hombres odio y desprecio. Una atmósfera maravillosamente inspiradora para dar vida ¿no es así?
Y en cuanto al niño, ¿cómo podrá ser protegido, si no es por el matrimonio? Después de todo ¿no es esa la consideración más importante? ¡Cuánto simulacro, cuánta hipocresía hay en esto! El matrimonio protegiendo a la infancia, con miles de niños desamparados y abandonados. El matrimonio protegiendo a la infancia, cuando los orfelinatos y reformatorios están sobre poblados, y la Sociedad para la Prevención de la Crueldad con los Niños debe ocuparse en rescatar a las pequeñas víctimas de sus “amantes” padres, para entregarlos a un cuidado más cariñoso, la Sociedad Gerry. ¡Es una burla todo esto!
El matrimonio tiene la facultad y el poder de “llevar el caballo al agua” pero, ¿lo ha hecho beber alguna vez? La ley pondrá al padre bajo arresto, y le vestirá con ropas de convicto; ¿pero ha calmado esto, alguna vez, el hambre del niño? Si el padre no tiene trabajo, o esconde su identidad ¿qué hará el matrimonio entonces? Invocar a la ley para traer al hombre ante la “justicia”, y ponerlo a salvo detrás de puertas cerradas; pero el trabajo que realice ese padre no va a beneficiar al niño sino al Estado. El niño recibe tan sólo una memoria marchita del traje a rayas de su padre.
En cuanto a la protección de la mujer, ahí radica lo peor del matrimonio. No es que realmente la proteja, pero la idea misma es en sí tan ofensiva, tal ultraje e insulto a la vida, tan degradante de la dignidad humana, como para condenar para siempre a esta institución parasitaria.
Es como aquella otra disposición paternalista…el capitalismo, que priva al hombre de su patrimonio, impide su desarrollo, envenena su cuerpo, lo mantiene en la ignorancia, en la pobreza y en la dependencia, y termina instituyendo instituciones benéficas que sacan provecho hasta del último vestigio del amor propio de un hombre.
La institución del matrimonio hace de la mujer un parásito, absolutamente dependiente. La incapacita en su lucha por la existencia, anula su conciencia social, paraliza su imaginación, y entonces le impone su benévola protección, lo que es realmente una trampa, una parodia de la naturaleza humana.
Si la maternidad es la máxima realización de la naturaleza femenina, ¿qué otra protección requiere aparte del amor y la libertad? El matrimonio no hace más que ensuciar, envilecer y corromper su realización. ¿No le dice acaso a la mujer “sólo a través de mí podrás tú dar la vida”? ¿No la condena, acaso, al encierro, degradándola y avergonzándola si ella se rehúsa a comprar su derecho a la maternidad vendiéndose a sí misma? ¿No autoriza el matrimonio la maternidad sólo a través suyo, incluso si la concepción tiene lugar en situaciones de odio u opresión? Con todo, aún si la maternidad fuese el resultado de la libre elección, del amor, del extremo placer, de una pasión insolente, ¿no termina poniendo una corona de espinas sobre una inocente cabeza y grabando con letras de sangre el horrible epíteto, bastardo? Aún si el matrimonio diera cabida a todas las virtudes que pretendidamente se le atribuyen, sus delitos contra la maternidad lo excluirían para siempre del reino del amor.
El amor, el más fuerte y más profundo elemento en toda vida, heraldo de la esperanza, de la felicidad, del éxtasis; el amor, trasgresor de toda ley, de toda convención; el amor, el más libre, la impronta más poderosa del destino humano; ¿cómo puede una fuerza tan irresistible ser sinónimo de ese precario e insignificante hierbajo engendrado por el Estado y la Iglesia, el matrimonio?
¿Amor libre? ¡Cómo si el amor pudiese otra cosa que no fuese libre! El hombre ha comprado cerebros, pero ni todos los millones del mundo han podido comprar amor. El hombre ha sojuzgado cuerpos, pero ni todo el poder en la tierra ha podido sojuzgar el amor. El hombre ha conquistado naciones enteras, pero ni todos sus ejércitos podrían conquistar el amor. El hombre ha encadenado y puesto grilletes al espíritu, pero se ha visto totalmente indefenso ante el amor. En lo alto de un trono, con todo el esplendor y la pompa que sus riquezas le puedan ofrecer, el hombre estará pobre y abatido, si el amor lo pasa por alto. Y si llegara a quedarse, la más pobre chabola resplandecerá de calidez, vida y color. Es que el amor tiene el mágico poder de hacer rey a un vagabundo. Sí, el amor es libre, en ninguna otra atmósfera puede habitar. En libertad se da a sí mismo sin reservas, generosamente, totalmente. Todas las leyes de los estatutos, todas las cortes del universo, no podrán desterrarlo una vez que el amor ha echado raíces. Pero, si ocurriese que el suelo fuera infértil, ¿cómo podría el matrimonio hacerle dar frutos? Es como la última lucha desesperada de la vida fugaz contra la muerte.
El amor no necesita protección; él es su propia protección. En la medida en que sea el amor el que engendre vida, no habrá niños abandonados, ni hambrientos, ni faltos de afecto. Yo sé que esto es verdad. Conozco mujeres que han tenido hijos en libertad del hombre que amaban. Hay pocos niños nacidos en el matrimonio que disfrutan del cuidado, la protección, la devoción que una maternidad libre puede ofrecerles.
Los defensores de la autoridad temen el advenimiento de una maternidad libre, porque les quitará su presa. ¿Quién va a luchar en las guerras? ¿Quién va a generar riquezas? ¿Quién va a hacer de policía, de carcelero, si las mujeres se negaran a criar hijas en forma indiscriminada? ¡La estirpe, la estirpe! grita el rey, el presidente, el capitalista, el cura. La estirpe debe ser preservada, aunque la mujer se vea degradada a la condición de mera máquina…. Y la institución matrimonial es nuestra única válvula de seguridad ante el despertar sexual de la mujer. Pero estos esfuerzos desesperados por mantener el estado de servidumbre no darán resultado. Vanas serán también las proclamas de la Iglesia, los fanáticos ataques de los gobernantes, vano incluso el brazo de la ley. La mujer no quiere ser más cómplice en la producción de una estirpe de seres humanos enfermizos, débiles, decrépitos, desgraciados que no tienen la fuerza ni el coraje moral para liberarse del yugo de la pobreza y la esclavitud. Desea, en cambio, menos y mejores hijos, engendrados y criados en el amor, a partir de una decisión libre; no obligada, como lo impone el matrimonio. Nuestros pseudo moralistas todavía tienen que aprender el sentido profundo de responsabilidad hacia el hijo que el amor en libertad ha despertado en el seno de la mujer, que incluso preferiría renunciar para siempre a la gloria de la maternidad antes que dar vida en una atmósfera en que sólo se respira destrucción y muerte. Y si decide ser madre, será para entregarle al hijo lo más entrañable y mejor que su ser pueda ofrecer. Desarrollarse con el hijo será su máxima; sabe bien que sólo de esa manera podrá ayudar a construir auténticos hombres y mujeres.
En el retrato que, con pinceladas maestras, hace de la Sra. Alving, Ibsen debe haber tenido en mente la idea de una madre libre. Ella era la madre ideal porque había superado el matrimonio y todos sus horrores, porque había roto sus cadenas y liberado su espíritu para que renaciera y retornase en una personalidad, regenerada y fuerte. Ay! Fue demasiado tarde para poder salvar la alegría de su vida, su Oswald; pero no lo fue tanto como para darse cuenta de que el amor en libertad es la única condición para vivir una vida plena. Aquél que, como la Sra. Alving, ha debido pagar con lágrimas y sangre por su despertar espiritual, repudiará el matrimonio como una imposición, una banalidad, una burla vacía. Sabrá, bien sea que el amor dure un brevísimo lapso de tiempo o por toda la eternidad, que es la única base creativa, inspiradora, elevadora, para una nueva estirpe, un nuevo mundo.
En nuestra jibarizada condición presente, el amor es realmente un desconocido para la mayoría de la gente. Mal comprendido y esquivo, rara vez echa raíces; y si lo hace, muy pronto se marchita y muere. Su delicadeza no puede soportar no soporta el estrés y la tensión del trajín cotidiano. Su alma es demasiado compleja para adaptarse a la fangosa trama de nuestro tejido social. Llora, gime y se lamenta con aquellos que lo necesitan, pero no están capacitados para ascender a la cima del amor.
Algún día, algún día, hombres y mujeres ascenderán, alcanzarán la cima de la montaña, allí se reunirán grandes, fuertes y libres, dispuestos a recibir, a participar y a bañarse en los dorados rayos del amor. Qué fantasía, qué imaginación, qué genio poético podría prever, aunque fuese sólo aproximadamente, las potencialidades de una fuerza tal en la vida de hombres y mujeres. Si el mundo alguna vez diese a luz a lo que es una auténtica camaradería y unidad, el padre será el amor, nunca el matrimonio.