ANARQUISTAS ( Rafael Calero)
Los viejos anarquistas
eran tipos duros
como rocas milenarias,
hombres de mirada fiera,
que compartían lo poco que tenían,
con cualquiera que estuviera
cerca de ellos.
Los viejos anarquistas eran hombres
a los que no les importaba dar la vida
(la vida no vale nada, decían),
por defender los ideales
en los que creían ciegamente.
Los viejos anarquistas,
de alpargatas baratas
y ropa gastada,
de manos callosas
y rostros curtidos como el cuero,
trabajaban de sol a sol
y aprendían a leer
después del trabajo,
con libros derrengados
como sus propios cuerpos,
libros que iban pasando
de mano en mano,
de boca en boca,
como consignas incendiarias,
libros escritos con frases que sonaban
maravillosas y grandilocuentes,
libros con títulos ampulosos
como La conquista del pan,
de Kropotkin
o Dios y el Estado,
de Bakunin.
Los viejos anarquistas
llevaban en sus estómagos
un hambre de siglos,
un hambre que no se saciaba sólo con pan,
un hambre que necesitaba de palabras
como justicia, razón o libertad,
palabras, como todos sabemos,
ricas en vitaminas y minerales,
capaces, por si solas, de derribar fronteras
y vencer ejércitos.
Los viejos anarquistas
eran hombres valientes,
un poco locos,
dispuestos, siempre,
a enfrentarse, con tesón,
a los molinos de viento,
aunque, al final, los molinos de viento
resultasen ser gigantes.
Los viejos anarquistas
llevaban en sus corazones
un mundo nuevo,
un mundo teñido
de rojo y negro.