El viernes por la tarde, en San Rafael, al término de una charla sobre laicidad educativa que Carlos Lombardi y yo dimos en el marco del VI Ateneo de Instituciones de Formación Docente y Técnica del Sur Mendocino, uno de los disertantes que nos precedió en la mesa planteó la necesidad de repensar el concepto del laicismo desde una perspectiva “no eurocéntrica”, latinoamericana e indigenista. En parte, la controversia se debió a un malentendido que fue rápidamente zanjado. El laicismo de ningún modo supone hacer de las religiones un tema tabú en la enseñanza escolar, sino un Estado que se abstiene de dispensar un trato preferencial a un determinado credo. Es obvio que, para bien o para mal, las religiones son parte del devenir histórico de las sociedades y de su entramado cultural, de modo que en la materia de Ciencias Sociales los niños forzosamente han de aprender qué religiones existen en el mundo, cómo surgieron, qué creencias y valores sostienen, que prácticas rituales y formas organizativas las vertebran, cómo han incidido en la vida social a lo largo del tiempo, etc. Esta información histórica y sociológica hace al minimum de cultura general que la escuela tiene que garantizar. Pero harina de otro costal es que el Estado privilegie oficial u oficiosamente una confesión mediante la exhibición de sus símbolos (los crucifijos), la reproducción de sus prácticas (el rezo de acción de gracias) y creencias (llamar a la Virgen del Carmen de Cuyo “Nuestra Señora” en los manuales), la conmemoración de sus efemérides (Día del Patrono Santiago, etc.) y la subordinación a sus dictados morales (cajoneo de la educación sexual). O sea, hablando en criollo, no hay que mezclar peras con manzanas.
Pero al margen de este malentendido, lo cierto es que la discusión también se debió a un disenso de opiniones en torno al multiculturalismo. Porque un multiculturalismo a ultranza, llevado hasta sus últimas consecuencias lógicas, supone irremediablemente la claudicación del laicismo. Si el multiculturalismo consiste en respetar el derecho de las minorías étnicas de un Estado a conservar –por ej.– su idioma, su arquitectura y ornamentación, sus atuendos, sus artes plásticas, sus artesanías, su música y sus danzas, sus tradiciones orales y su gastronomía, bienvenido sea. ¿Pero qué pasa cuando en nombre de determinadas creencias socialmente aceptadas (nazismo, yihad, sionismo, manifest destiny, etc.) se violan los derechos humanos más elementales? Pienso en la Shoá, en el genocidio armenio, en la destrucción de Hiroshima y Nagasaki con bombas atómicas, en el trato segregacionista que Israel le dispensa a los palestinos, en la matanza indiscriminada de personas albinas en Tanzania, en la lapidación y la hiyab islámicas, en la ablación del clítoris en el África central, en la prohibición de la enseñanza escolar de la teoría de la evolución en algunos lugares de EE.UU. (Kansas por ej.), en los testigos de Jehová que se rehúsan terminantemente a que sus hijos reciban transfusiones de sangre aun cuando está en juego la vida, en las niñas chinas que son obligadas a tener pies de loto, etc.
Ciertas variantes extremas del multiculturalismo entran en contradicción inexorable y osensiblemente con el ideario humanístico universalista del laicismo. Puede que en estos tiempos posmodernos suene políticamente incorrecto decirlo, esto pero creo que hay que decirlo. El concepto de multiculturalismo debe ser problematizado, porque su absolutización entraña peligros enormes para la convivencia humana pacífica y fraterna. Hay que bregar por una ética universalista centrada en los derechos humanos, por más que a algunos les parezca que esa pretensión es una trampa eurocéntrica. Si los dogmas religiosos prevalecen sobre el humanismo laico, el panorama a futuro de la humanidad será harto complicado.
Yendo al caso puntual de los pueblos originarios de América, el multiculturalismo extremo implicaría, entre otras cosas, hacer la vista gorda con las prácticas machistas ancestrales (de origen prehispánico) que resultan lesivas a los derechos humanos de las mujeres, tema del que se ha ocupado la feminista Francesca Gargallo en su libro Feminismos desde Abya Yala. En muchas comunidades indígenas de América Latina, por ej., las mujeres acusadas de adulterio sufren castigos con altas dosis de violencia física y psicológica, práctica que es a todas luces incompatible con los postulados más elementales de la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes. Por otro lado, ciertos tabúes sexuales entrañan graves consecuencias humanitarias en términos de salud pública, como altas tasas de embarazo adolescente y el aumento del índice de morbilidad del VIH-sida.
Insisto: aunque en este siglo XXI suene antipático, hay que señalar sin pelos en la lengua que si la lógica del multiculturalismo es llevada hasta sus últimas consecuencias (aceptación acrítica de todas y cada una de las manifestaciones culturales que existen en el mundo, sin ningún criterio meta-étnico de discernimiento racional, a contramano de los ideales éticos universales del humanismo secular), muchas violaciones de derechos humanos quedarían avaladas, ya que esas violaciones se inscriben en antiguas culturas que las dotan profusamente de significación y sentido, y que las vuelven no sólo legítimas, sino incluso necesarias y obligatorias. Ilustro lo dicho con algunos ejemplos: el racismo blanco en el Sur de EE.UU. y las comunidades bóers de Sudáfrica tiene profundas raíces histórico-culturales en el mito bíblico de la maldición de Caín, que se remonta, por lo menos, al siglo XVIII; el antisemitismo abreva en un manantial lleno de antiguas creencias seudojustificatorias (el estigma del deicidio, los Protocolos de los sabios de Sión, etc.); el imperialismo estadounidense se nutre del viejo ideario puritano del manifest destiny; etc. Si nos remontamos atrás en el tiempo, constatamos lo mismo: la Inquisición española torturó y ejecutó a un sinnúmero de “herejes” en nombre de sofisticadísimas razones teológicas; en Mesoamérica, los aztecas sacrificaban miles de vidas humanas al año movilizados por su compleja cosmovisión (mito del Nahui Ollin o Quinto Sol); durante la Guerra del Pacífico, los japoneses invadieron numerosos países de Asia y Oceanía en cumplimiento de sagrados deberes para con su Tennō (soberano celestial); En Camboya, los jemeres rojos llevaron a cabo un genocidio de enormes proporciones movidos por su peculiar ideología nacionalista; etc. En síntesis, toda práctica social, independientemente de la valoración moral que tengamos de ella, se inscribe en un contexto cultural que la explica acabadamente, que la hace perfectamente inteligible. Todas las violaciones de derechos humanos socialmente motivadas pueden ser objeto de una thick description o “descripción densa” (Clifford Geertz) que las vuelva completamente diáfanas desde un punto de vista etnográfico.
Ahora bien: el imperativo ético-intelectual de comprender profundamente la alteridad en sus propios términos axiológicos no implica necesariamente su aceptación total. El respeto de la diversidad cultural no debe ser un cheque en blanco. El multiculturalismo tiene que darse dentro de los límites que impone la necesidad de garantizar la vigencia irrestricta de los derechos humanos. Al menos para mí, este criterio ético universal es irrenunciable.
En síntesis, hay que tener mucho cuidado con los cantos de sirena de ciertos sectores que reivindican acríticamente la religiosidad católica popular latinoamericana y/o la religiosidad ancestral de las comunidades indígenas frente a un laicismo pretendidamente eurocéntrico, elitista y opresivo, pues no todo es color rosa en dichas cosmovisiones, ni todo color negro en el pensamiento occidental. Toda vez que las prácticas culturales entren en contradicción con los derechos humanos, el humanismo debiera prevalecer por sobre el multiculturalismo.