Asistimos desde hace unas semanas a una intensa campaña a favor de la normalización de la prostitución. Y de modo muy llamativo en Catalunya. Independiente o no – a banqueros y grandes empresarios eso de la autodeterminación no les hace ninguna gracia -, el país que proyectan nuestra élites dirigentes incluye la prostitución como importante “nicho de negocio”. Pero su expansión no es posible sin una previa aceptación social. Y en eso estamos: reportajes machacones en TV3, artículos y entrevistas en los diarios de mayor difusión… Todo ello coincidiendo con el Congreso de Telefonía Móvil, momento álgido en el consumo del sexo de pago en la ciudad.
Los argumentos de los lobby partidarios de las industrias del sexo nunca carecen de imaginación ni cinismo, y se adaptan a todas las circunstancias y a todos los públicos. No por ello dejan de ser deleznables. Así, hemos oído a la enésima “prostituta libre y feliz” contando lo bien que se gana la vida; nos han presentado una academia para aprender “el oficio de puta”, uno de cuyos requisitos sería “el gusto por el sexo”; nos han anunciado el nacimiento de una cooperativa de mujeres prostituidas auto-organizadas (cooperativa, eso sí, gestionada por un hombre); nos han explicado que, renunciando a “moralismos”, debíamos entender que en tiempos de crisis la prostitución devenía una opción para las mujeres. (Por lo visto, algunos cargos públicos del PP traducen ya esa “opción” en senda invectiva). Y, por si hiciera falta dar a todo esa operación publicitaria una pátina de rigor científico, hemos visto salir a la palestra una antropóloga como Dolores Juliano, tratando de convencernos de que, mientras que los hombres se muestran proclives a la violencia, la prostitución constituye una “estrategia de supervivencia” propia de las mujeres. ¡Cómo si esa “estrategia” resultase de la naturaleza femenina o del libre albedrío de las mujeres… y no de la estructura patriarcal de la sociedad y de la violenta dominación de los hombres!
Uno de los elementos clave de este tipo de campañas consiste en erigir como portavoces y representantes de las mujeres en situación de prostitución a ONG que trabajan con ellas – recibiendo subvenciones y ayudándolas a sobrellevar su prostitución, pero no a salir de ella – y a pretendidos “sindicatos” donde apenas hay mujeres, que nunca han negociado una relación contractual, pero que son ampliamente mediatizados. Toda esa abigarrada y ruidosa constelación, manipulando aquí y allá a un puñado de mujeres como ariete contra el feminismo abolicionista, contribuye a silenciar a una abrumadora mayoría de ellas, violentada y explotada. Hay que reconocer que, en su empresa normalizadora, las industrias del sexo han desarrollado una extraordinaria habilidad para hablar a cada cual en el lenguaje que le gusta escuchar – y que tranquiliza su conciencia. A la izquierda le hablan de sindicalismo y conquista de derechos. A las feministas, de autonomía personal y derecho al propio cuerpo. A los movimientos alternativos, de cooperativas. A los liberales, de responsabilidad individual. A los gais, de libertad sexual. La aceptación de la prostitución se vende con envoltorios adecuados a cada público. La intelectualidad postmoderna, que ha perdido cualquier horizonte de progreso social para la humanidad, ha aportado a los grandes proxenetas un precioso arsenal terminológico.
Al cabo, sin embargo, se trata de un comercio entre hombres en el que la mujer, deshumanizada, se convierte en una mercancía. Y eso es lo que, por encima de todo, se pretende enmascarar. Lo característico de estas campañas y sus múltiples argumentos es la ocultación del proxeneta y del “cliente”. Todo recae en las mujeres. Ellas son responsables de su prostitución. Es su opción o su desgracia. Pero, en cualquier caso, es su problema: que nadie las “victimice”. He aquí otra vuelta de tuerca en la perversión del lenguaje. Quienes hunden a las mujeres en la prostitución, se erigen en defensores de su autonomía e intentan levantarlas contra las abolicionistas: “No queremos ser víctimas”. Nadie quiere serlo. Pero víctima es una situación, no una identidad. Somos víctimas de muchas injusticias, de explotación y opresiones múltiples. No por ello somos seres inertes, incapaces de rebeldía. La revuelta comienza justamente con la toma de conciencia de la opresión y la identificación del opresor. Proclamando que las mujeres prostituidas no quieren ser víctimas, los partidarios de su prostitución ocultan en realidad a los verdugos y las conducen a un callejón sin salida.
La prostitución no puede abordarse como una casuística, tantas veces manejada de manera tramposa a través de la distinción entre “prostitución libre” y “forzosa”. Se trata de un problema de sociedad, de modelo. Una sociedad que admite la prostitución como “trabajo sexual” certifica una relación de desigualdad estructural entre hombres y mujeres – que a todas ellas, sin excepción, afecta. Tal aceptación hace que todas las mujeres sean susceptibles de ser prostituidas: se trata, simplemente, de fijar su precio. Desde ese punto de vista, nada relevante distingue a una antropóloga postmoderna de los centenares de muchachas chinas de los burdeles domiciliarios del Eixample o de las chicas rumanas que esperan en una esquina del Raval. La primera “piensa la prostitución” como un trabajo – pero es siempre un trabajo para otras, cuya “cultura” las predispone para abrazar tal estrategia. En el fondo del relativismo cultural tan característico de la postmodernidad late el racismo. En el fondo de su amoralismo, la pulsión irrefrenable del neoliberalismo que lleva al sistema a rebasar todas las fronteras, a transformarlo todo en mercancía.
La prostitución, como negocio multimillonario levantado sobre la explotación de las mujeres y la negación de su humanidad, representa la simbiosis perfecta entre patriarcado y capitalismo. Que nos perdonen sus escandalosos voceros. Más que nunca, queremos para nuestro país el modelo nórdico, solidario y respetuoso con las mujeres prostituidas y defensor del derecho a no serlo, implacable con proxenetas, beligerante con los “clientes”. La lucha se anuncia cerrada y extremadamente dura. Por un lado como por el otro, hay mucho en juego. Si el feminismo y la izquierda no despiertan, nos convertiremos en el mayor prostíbulo del sur de Europa. Y eso alejará cualquier perspectiva real de progreso social o emancipación.