En el calendario escolar para el ciclo lectivo 2014 (Resolución Nº 1853/13), en la sección que incluye la nómina de actos conmemorativos obligatorios que deben ajustarse al protocolo denominado “Forma 2”, figuran como de costumbre las efemérides del Patrono Santiago y la Virgen del Carmen. Pero esta vez, con una llamativa nota al pie de página. Hela aquí:
Estas conmemoraciones (Patrono Santiago y Virgen del Carmen de Cuyo) deberán tener características que pongan énfasis en los aspectos culturales y de tradición de estas fechas. Si un alumno y/o personal de la institución, por su concepción religiosa o filosófica, prefiera abstenerse de participar de dicha conmemoración, se les deberá eximir de estar presente.
Una digresión: la práctica institucional de conmemorar al Patrono Santiago y la Virgen del Carmen en los colegios estatales de Mendoza, no es ninguna tradición inmemorial, pues se remonta apenas a la dictadura militar de 1943/46 y el primer peronismo. Que la devoción del catolicismo mendocino hacia dichas advocaciones se remonte a los tiempos coloniales, es harina de otro costal, y traerla a colación como argumento en el presente debate –como han hecho insistentemente la DGE y los sectores fundamentalistas del catolicismo– es embarrar la cancha, pues nadie discute el derecho de la grey católica a profesar libremente su fe en templos, conventos, hogares, colegios privados y procesiones públicas, sino la extrapolación antidemocrática de dicha devoción al ámbito de la educación estatal, haciendo tabla rasa con la diversidad de cosmovisiones religiosas y seculares que existe en la sociedad mendocina del siglo XXI.
Retomo el hilo de la exposición. Desde que la controversia pública en torno a las efemérides del Patrono Santiago y la Virgen del Carmen hizo eclosión, La DGE y los sectores ultramontanos han insistido una y otra vez en que las mismas no son de asistencia obligatoria. Los segmentos no católicos de la comunidad educativa (estudiantes y docentes de fe evangélica, judía, islámica, cristiano-ortodoxa u otra; o bien, de cosmovisión deísta, agnóstica o atea) podrían, si así lo prefiriesen, abstenerse de participar en dichos actos escolares. ¿Cómo? Permaneciendo en las aulas o retirándose más temprano de los colegios…
Pero esta «concesión salomónica» constituye, por varias razones que vamos a examinar, una verdadera afrenta a la dignidad de las minorías religiosas y seculares de Mendoza.
El argumento de la opcionalidad es, a todas luces, una coartada improvisada por los abogados de la DGE en septiembre del año pasado, luego del histórico veredicto en 1ª instancia de la Dra. Ibaceta en favor de la laicidad escolar, con la intención de encubrir la gravedad del hecho conculcatorio ante la judicatura y la sociedad toda. ¿Se puede calificar al argumento de la «opcionalidad» como un conejo sacado de la galera? Ciertamente no. Sería demasiado elogio para un argumento que, como veremos a continuación, resulta lógicamente demasiado flaco e inconsistente, y moralmente inadmisible y repudiable por donde se lo mire. Tendremos, por lo tanto, que endilgarle la más modesta calificación de manotazo de ahogado.
Manotazo de ahogado que, por lo demás, deja al desnudo el sentimiento culposo que abrigan in pectore las máximas autoridades de la DGE y sus asesores letrados. En el fuero íntimo de su conciencia, independientemente de lo que pregonen en público, saben perfectamente bien que están en falta, que la realización de los actos del Patrono Santiago y la Virgen del Carmen en las escuelas estatales conculca el derecho constitucional a una educación pública laica. ¿Por qué otra razón la DGE habría de declarar dichos actos religiosos como «opcionales», sin hacer lo mismo con las efemérides patrias? Porque el 25 de mayo, el 9 de julio y otras celebraciones afines son cívicas, universales. Son celebraciones de las que todos y todas, por el sólo hecho de nacer o vivir en Argentina, podemos sentirnos parte. Por el contrario, las conmemoraciones del Patrono Santiago y la Virgen del Carmen (aun cuando tienen un componente patriótico en su imaginario y su ceremonial) son de carácter eminentemente religioso o confesional, y ellas únicamente pueden representar a quienes comulgan con la fe católica. Son efemérides sectoriales, e imponerlas en las escuelas públicas (escuelas destinadas a todos los niños, niñas y adolescentes de la provincia, sin distinciones de ningún tipo) significa, en los hechos, excluir simbólicamente de la «mendocinidad» a las minorías no católicas. La eximición del deber de participar en las conmemoraciones del Patrono Santiago y la Virgen del Carmen representa, pues, una confesión involuntaria de culpabilidad. Es reconocer tácitamente que ellas no son tan «cívicas» y «universales» como insistentemente se aduce.
Pero vayamos al grano. ¿Qué hay de malo con el argumento de la «opcionalidad»? Básicamente, tres cosas.
En primer término, aquellos estudiantes y docentes que hicieran uso del permiso, automáticamente quedarían expuestos a los ojos de toda la comunidad educativa como disidentes, como bichos raros, aun cuando no estuviesen obligados a tener que justificar las razones de su objeción de conciencia ante la autoridad escolar. El solo hecho de permanecer dentro de las aulas mientras se llevan a cabo los actos del Patrono Santiago o de la Virgen del Carmen, o de abandonar el colegio inmediatamente antes de que se inicien, dejaría al descubierto sus convicciones religiosas o filosóficas no católicas. La presión gregaria y el miedo a la discriminación reducirían muchísimo el margen de autonomía decisoria real de las personas disidentes, motivo por el cual hablar de «opcionalidad» en este contexto es una ironía cruel. No puede haber libertad de elección –en el sentido cabal de la expresión– si pende sobre nuestras cabezas esa intimidante espada de Damocles que es el temor a recibir un humillante trato de «parias» por parte de nuestros semejantes. Si la imposición unanimista de conmemoraciones confesionales es de una iniquidad inaceptable, la segregación estigmatizante de las minorías disidentes también lo es. ¿Por qué? Porque muy graves serían las secuelas sociales, psicológicas y pedagógicas que ella previsiblemente traería aparejadas.
En segundo término, e independientemente de las dificultades ya comentadas en el párrafo anterior, aquellas personas disidentes que cumplen en los colegios estatales funciones docentes, directivas y auxiliares, difícilmente podrían hacer uso de la «opcionalidad» debido a sus responsabilidades en cuanto al cuidado de los y las menores a su cargo. Su participación en los eventos aludidos resultaría así, pues, prácticamente inevitable.
Y en tercer término –aunque de importancia también crucial–, la implementación de la «opcionalidad» lesionaría de modo flagrante el derecho a la intimidad de quienes integran las minorías no católicas, un derecho civil que está tutelado tanto por la Constitución Nacional (art. 19) como por la ley federal de protección de datos personales (art. 7, inc. 1). Esta última disposición jurídica, entre los datos sensibles que le prohíbe al Estado dar publicidad, menciona taxativamente a “las convicciones religiosas, filosóficas o morales”. Como bien lo ha explicado la Dra. Ibaceta en su fallo judicial, la DGE nunca debe colocar a las personas no católicas de la comunidad educativa en la situación apremiante de tener que revelar –ni explícita ni implícitamente– su fe o pensamiento disidente, pues hacerlo contravendría el derecho de confidencialidad.
Hace más de 130 años, cuando la pedagogía y la psicología infantil estaban aún en pañales, el infatigable Domingo Faustino Sarmiento, en medio de la controversia pública suscitada por el triunfo del laicismo en el Congreso Pedagógico Nacional (1882) y el avance del proyecto de ley 1420, tuvo la lucidez de escribir estas palabras; palabras que, insólitamente, por obra del trasnochado oscurantismo de la DGE, hoy se han vuelto más actuales y pertinentes que nunca. Salieron publicadas en el periódico El Nacional el 16 de julio de 1883, dentro de un artículo intitulado “Disparos al aire”.
¿Se han imaginado por un momento los hipócritas captadores de herencias, el efecto moral que producirá sobre la tierna inteligencia de un chicuelo, cuando sus padres le digan: hoy no hay clases porque enseñan en ellas cosas que no debes oír; o cuando el niñito católico vea levantarse a su compañero o irse a su casa, porque lo que sigue no es para él?
Esto en lo tocante a las secuelas psicopedagógicas de la «opcionalidad». Y en lo que respecta a su incompatibilidad con el derecho de confidencialidad, el sanjuanino ya había manifestado, en una columna anterior para el mismo periódico (“Las escuelas en las iglesias”, 30/9/1882), lo siguiente:
Si para practicar la aparta de ovejas blancas de las ovejas negras, se le pregunta a cada niño, qué piensa tu padre, entonces tenemos, en su esencia, restablecida la Inquisición, que era la facultad de inquirir, de preguntar, de saber qué piensa un hombre sobre Dios, o Jesús, o el Papa.
Sarmiento tenía razón en este punto. La «opcionalidad» que defiende el fundamentalismo católico es una libertad completamente abstracta, ilusoria, mentirosa. Sólo se trata de una fictio iuris o «ficción jurídica» que pasa por alto olímpicamente la situación real y concreta de las minorías religiosas y seculares en el seno de la comunidad educativa, que hace de cuenta como si la decisión de autoexcluirse fuera algo trivial, fácil e inofensivo. Pero no lo es, y menos aún en la escolaridad de estos tiempos que corren, gravemente afectada por la problemática del llamado tribalismo urbano, la propensión al groupthink o «pensamiento gregario», la naturalización de la violencia y el incremento de los casos de bullying. Puede que el argumento de la «opcionalidad» responda en parte a buenas intenciones –aunque personalmente soy un tanto escéptico al respecto–, pero no olvidemos que a menudo, como reza el refrán, de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno. La escuela pública debe integrar, no discriminar. Si la inclusión intercultural es su meta auténtica, si el respeto a la diversidad es un destino irrenunciable, entonces la segregación ideológica –premeditada o involuntaria– nunca puede ser el camino a seguir.
En una jugosa entrevista con el periodista Carlos G. Wilckens, publicada por MDZ el 13 de diciembre del año pasado, la escritora mendocina Lola Filippini –una mujer de firmes convicciones laicistas con una dilatadísima experiencia docente y directiva en la enseñanza secundaria de nuestra provincia– se manifestó contraria a la «opcionalidad» alegando lo siguiente:
En las escuelas públicas hay chicos de todos los «pelajes», que están en una edad donde el grupo es lo más importante. Y de pronto, su grupo se queda en el acto, y el chico se va… Se lo pone en una situación de ser distinto, en una edad donde no quiere ser distinto. ¿Cómo se le puede decir entonces que no pertenezca, que se vaya? Eso es una barbaridad, me parece realmente espantoso.
¿Se habrá tomado el trabajo la DGE de evaluar las implicancias psicopedagógicas de su política de «opcionalidad» antes de ponerla en práctica? ¿Habrá recurrido al asesoramiento de profesionales versados en la materia? Todo hace presumir que no. Cuando prima el gatopardismo por sobre la genuina vocación democrática, la observancia de la Constitución y el respeto sincero por las minorías, la tentación de hacer demagogia es demasiado grande, y la seriedad institucional una nimiedad fácilmente desechable.
Por lo demás, resulta evidente que, para la DGE, la laicidad nada importa, que nada vale. Sus preocupaciones en relación a las controvertidas conmemoraciones escolares del Patrono Santiago y la Virgen del Carmen son otras, muy diferentes. Sirva esta cita a modo de ilustración; cita indignante, sin duda, pero también desopilante –los exabruptos del oscurantismo medieval suelen producir este doble efecto–. Pertenece a uno de los abogados de la DGE, y ha sido extraída de los agravios de la apelación que dicho organismo gubernamental presentó ante la justicia civil provincial el año pasado.
El Patrono Santiago no sólo se celebra en Mendoza. España y México son países que también recuerdan esta fecha, que se vincula con los terremotos. La leyenda popular indica que hay que asistir a la procesión, porque si no el santo patrono de los movimientos telúricos no protege a los pueblos y entonces tiembla.
Es decir que, si el Poder Judicial de Mendoza cometiese el «sacrilegio» de juzgar inconstitucional la conmemoración del Patrono Santiago en las escuelas públicas de la provincia, podría provocar la ira del santo tutelar y una catástrofe sísmica de grandes proporciones. Si palabras…
Qué saludable resultaría que la DGE, siendo tan afecta como es a la exaltación retórica de Sarmiento como prohombre de la patria y padre fundador de la escuela pública argentina, recordase también su brega infatigable en pro de la laicidad educativa. Si lo hiciera, si examinara con cuidado y buena voluntad el sinnúmero de artículos que el prócer sanjuanino redactó y publicó en defensa de dicho principio durante 1882 y 1883 (“La educación común es laica”, La Constitución Argentina no es católica sino civil”, “Con clérigos, tres siglos de ignorancia”, “Más católico que el Papa (Bélgica y las escuelas públicas)”, “Triunfo en San Isidro de la educación laica”, “¡La escuela sin la religión de mi mujer!”, etc. etc.), comprendería que eximir a las minorías no católicas del deber de participar en los actos escolares del Patrono Santiago y la Virgen del Carmen, lejos de ser una política democrática y pluralista, es –lo dijo Sarmiento, no yo– practicar la aparta de ovejas como en los oscuros tiempos de la Santa Inquisición.