Hoy: Los sembradores.
A Ricardo Flores Magón, escritor y revolucionario anarquista mexicano (1874/1922), en cuyo artículo “Sembrando”está basado el presente texto; al escritor norteamericano Rod Serling (1924/1975), cuya obra “El cambio de guardia” también inspiró parte de estas líneas; a Ñacuñán Sáez (1954/1992), docente sanrafaelino; a Carlos Fuentealba (1966/2007) y el gremio neuquino ATEN; a Marisol Álvarez, Ramón Minieri y las maestras del gremio UNTER, seccional Río Colorado, provincia de Río Negro; a Nora Bruccoleri, docente y poeta, y a la Lista Marrón de SUTEBA; a los docentes Carlos “Poli” Sáez, Verónica Canchi, Paula Rubianes, Guillermo Nieto, Richard Ermili, Margarita Robertazzi, Lola Filippini, Federico Mare, Vicente Balzano; y en ellos y ellas, a todos los sembradores de libertad, de todas las geografías y de todos los tiempos.
La docencia no es una profesión cualquiera; y no cualquiera merece llamarse “docente”, aun ostentando título habilitante y cantidad de horas cátedra en alguna institución.
Hay que tener algo más que eso en las entrañas: pasión por el análisis crítico y el debate; enseñar a los alumnos a tomar “entre pinzas” toda la información que reciben a través de los diarios, la radio, la televisión, las redes sociales de Internet, y del docente mismo.
Esta es la condición primera para formar hombres y mujeres con pensamiento propio en lugar de individuos sumisos, dispuestos a obedecer sin vacilaciones las órdenes de un “superior”, por aberrantes o estúpidas que estas pudieran ser.
Porque el docente, a semejanza del labrador, lleva en sí mismo la alta responsabilidad de sembrar esa simiente de libertad, pero no en la tierra, sino en las mentes y en el alma.
Así como el labrador deposita sus semillas en las generosas entrañas de la tierra, el docente deposita las suyas en los cerebros de sus semejantes. Y ambos esperan, esperan… y ambos sufren la misma agonía de la espera.
Porque no consiste esa espera en cruzarse de brazos: hay que luchar. Hay que luchar contra las aves que bajan a comerse el grano, contra los animales que se alimentan de las plantitas tiernas, contra las heladas o la hijuela que amenaza desbordarse, contra los yuyos y las malezas que se extienden queriendo sepultar la siembra.
Con qué emoción aguarda cada nuevo día, esperando ver las puntitas verdes de las plantas saliendo de la tierra negra. Por fin aparecen y entonces levanta angustiado la vista al cielo, viendo las nubes, reconociendo el viento, se le ve palidecer o iluminarse el rostro, según deduce, de la apariencia del cielo, si se avecina buen o mal tiempo.
Así, el sembrador de libertades otea en sus alumnos la más mínima señal de progreso: espera la palabra, la acción, el gesto que indique la germinación de la semilla en un cerebro fértil.
Pero no es tarea fácil la de los sembradores. Muchas veces se desalientan, cuando la mala yerba ha invadido los campos o cuando la banalidad triunfa sobre una mente joven.
Pero los sembradores no detienen su obra; caminan siempre hacia adelante, mirándolo todo con sus ojos de futuro; sembrando, siempre sembrando.
Un día, los sembradores habrán de abandonar el arado y la anchada, la tiza y los libros. Se preguntarán quizá, en los años de la vejez, qué ha quedado de todo aquel esfuerzo, cuál ha sido el sentido de su existencia, qué herencia han dejado a su comunidad, y si acaso alguien los recuerda.
Tal vez, en el momento supremo puedan llegar a creer que su vida fue en vano; pero se equivocarán. Porque la simiente que plantaron ha dejado a las nuevas generaciones esos hermosos y productivos campos en que juegan hoy los niños y porque algún abuelo les contará a sus nietos, en el otoño de su vida, un relato que empezará acaso con estas palabras: “Cuando era chico, yo tenía una maestra, que me enseñó a pensar…”.
Entonces, quedará escrito en los libros inmemoriales de la Humanidad que los sembradores no detienen su obra, ni aun cuando sus huesos se hayan convertido en polvo, porque ellos caminan siempre hacia adelante, mirándolo todo con sus ojos de futuro, sembrando, siempre sembrando…
Por Horacio Silva, escritor e historiador. Autor de Días rojos, verano negro – una crónica de la Semana Trágica de enero de 1919, con prólogo de Osvaldo Bayer.