Si algo queda claro después de los extensos debates que organizó la senadora Liliana Negre de Alonso, previos al dictamen de la comisión que ella dirige en contra de la ampliación de la figura del matrimonio para que contenga a todas las parejas, es que hay una palabra que molesta a los sectores fundamentalistas más que la modificación del matrimonio mismo. Esa palabra es “género”. Prácticamente todos y todas los expositores que mostraron entre sus laudos la pertenencia a una universidad católica se refirieron al “género” como una “ideología” que niega la “naturaleza sexuada” de las personas. Las comillas, obviamente, les pertenecen aunque no me voy a detener a nombrar a cada profesional que, amparado/a en el poder legitimador de la palabra ciencia, vociferó sus temores del apocalipsis por venir si aceptáramos que familia es algo más que mamá, papá e hijitos. No es nueva esta aversión a una palabra que es usada para definir los valores –y preconceptos– culturales con que se carga a lo femenino y lo masculino independientemente del sexo biológico, aun cuando todavía cuesta separar el binomio sexo/género. Cuando se sancionó la Ley de Educación Sexual –que todavía espera en gateras su puesta en práctica en la mayoría de las escuelas del país–, fue la perspectiva de género lo que erizaba los pelos de la nuca de los mismos grupos fundamentalistas que hoy creen que conjuran el apocalipsis poniendo en boca de niños mudos el reclamo por “un papá y una mamá”, sin llegar a profundizar en qué significa para ellos ese binomio. Aunque hubo quien lo explicitó: “¿Por qué negarle a un niño la ternura de una madre y el sostén varonil de un padre?”, dijo una profesora de filosofía de la Universidad Católica del Salvador, delatando qué es lo que esperan estos grupos de las mujeres y de los varones –otras variables sexogenéricas les resultan completamente irrepresentables, más allá de las zonas rojas que seguramente los machos de su tribu visitarán a oscuras–. Para las mujeres ternura, para los varones sostén. Para ellas la entrega, para ellos la fuerza. Para todos y todas, roles estereotipados de género que no son otra cosa que máquinas de violencia capaces de disciplinar a golpes y hasta la muerte a los y las disidentes. ¿Es que acaso ese clamor por la existencia en cada hogar de un papá y una mamá –clamor inútil si los hay, porque los hogares son muy otra cosa la mayoría de las veces– no es una apuesta a mantener las cosas en su lugar, a aceptar la biología como un destino y los roles de género como una teoría casi demoníaca que viene a subvertir la seguridad de saber cómo hay que comportarse en el mundo? Y si en el hogar con papá y mamá el papá es el de la ternura y la mamá la de la fuerza, ¿qué pasa? ¿O creerán que los niños y niñas que nacen y crecen en familias homoparentales no saben que existen más variables genéricas que las que están representadas dentro del hogar?
Se ha augurado en estos últimos días desde “el fracaso de la humanidad” hasta el más humilde fin de la familia tal como la conocíamos –lo cual no puede ser sino saludable, sobre todo para cientos de miles de niños y niñas que sufren en silencio cada vez que notan que su entorno familiar no encaja en la foto fija de la familia tipo–, se ha hablado, incluso, de “ideologías foráneas” en referencia a las teorías de género –cualquier similitud con la doctrina de seguridad nacional no es casualidad–, pero nada se ha dicho de lo que a diario nos regala este sistema jerárquico de relación entre los géneros. Desde la violencia más cruda, como la que terminó con la vida de una joven de 19 años (ver nota de tapa de este suplemento) hasta el circo mediático que ofrece un hombre que se permite convocar por casting a una novia a cambio de dinero y regalos, incluyendo entre éstos la implantación de siliconas en el pecho o el relleno de los glúteos para acomodar los cuerpos a imagen y semejanza de lo que se supone es una mujer bella. Sobre esta forma de la violencia que se cuela a diario desde el programa más visto de la televisión argentina después de los partidos del Mundial de Fútbol nada se ha dicho. Nadie se ha rasgado las vestiduras por el honor de esas mujeres que se dejan revisar los dientes como si fueran caballos para ver si son aptas para los gustos del hombre en cuestión. Nada de esto compromete a la familia, es cierto. Ricardo Fort, el varón activo que elige a una mujer entre muchas para premiarla con su dinero y su fama, podría casarse mañana con la elegida –después de haberle puesto tetas y culo a su gusto y placer– que eso no tendría nada que ver con una amenaza a la familia. Al fin, y al cabo y hasta donde sabemos, ahí se cumpliría eso de la “complementariedad biológica de los cuerpos” que algunos grupos evangélicos que se manifestaron frente al Congreso supieron representar muy bien con una tuerca y un tornillo como requisito último para acceder al matrimonio. De guiarnos por lo que quiere la mayoría, como se pretende cuando se pide plebiscitar los derechos de minorías como si los derechos humanos pudieran ser sometidos a consenso, esto es lo normal, lo que divierte, lo aceptable. ¿O a este programa que conduce Marcelo Tinelli no lo ve la mayoría de quienes tienen televisión?
La jerarquía de lo masculino por sobre lo femenino, ese sistema de poder que permite la utilización de los cuerpos femeninos como mercancía, es el que habilita el show de proxenetismo que se ha montado en la pantalla de El Trece. Es el mismo orden que resulta, evidentemente, tan funcional a la Iglesia Católica que dos mil años después de su fundación no deja ocupar lugares jerárquicos a las mujeres basándose ¿en qué?, ¿en que tienen alma desde hace menos tiempo que los varones?, ¿en que ellas tienen que asegurar la reproducción de la especie, cumplir con la ternura materna, dedicarse a limpiar los aposentos de los monseñores?
Más allá de cómo termine el capítulo de la discusión en el Senado en torno del matrimonio, lo cierto es que los debates –además de amedrentar a buena parte de legisladores y legisladoras– han desnudado algunas pretensiones de los fundamentalismos que sólo pueden sostenerse mediante la violencia. Volver a imponer la biología como destino es una de esas pretensiones. Pero aunque haya incluso mayorías reclamando por ordenar los cuerpos, las experiencias, las identidades y las sensibilidades según la disciplina del patriarcado –la jerarquía de lo masculino, el orden del padre de familia–, algo ha quedado expuesto. Y esa desnudez puede provocar subversiones que no pedirán permiso para realizarse. Aun cuando el estado de cosas ahora mismo permita pensar que si Cristo volviera a la Tierra hoy mismo los católicos lo apedrearían por hablar con las habitantes de las zonas rojas, aunque poco tendrían para decir si decide enviar su mensaje a través del programa de Tinelli.