Mi madre, que podría vivir exclusivamente de ensaladas de pepino y queso de burgos (sin sal, cero por ciento y sin queso), tuvo la desgracia de parirme a mí con todos mis kilos y todo mi amor hacia la comida. Mi madre se compadece de tener una hija que podría ser todo lo que ella quisiera pero que es gorda. Y es gorda porque no se quiere, porque es una vaga y porque nunca termina lo que empieza. Mi madre que me educó en la lucha, en la conciencia política, pero que no pudo hacer nada con mi gordura. Y así estamos, con 30 años. Feliz pero gorda. Y ese pero es una inmensa barrera que me define ante –casi- todas las personas por encima de todas las cosas. Tengo la sensación de que si tuviese cuatro brazos y siete ojos para muchas seguiría siendo sólo una gorda, rara, pero una gorda.
Antes de los 13 años fui una niña gordita –qué graciosa-, un poco torpe y con el fantasma de la dieta sobrevolando a la lejanía. Después de los 13, la cosa se puso seria y empecé a ser una gorda oficial ante todas las demás: “Está grande”, “Está fuerte”, “Rellenita”, “Anchota”. Creo que ahí empecé a luchar contra eso de que cada uno pueda opinar sobre mi cuerpo sin yo haberlo consentido. Luego vinieron las relaciones, los rollos, la imperiosa necesidad de gustar a los demás: “Pero de cara es mona”, “Pero es muy simpática”. PERO. Las dietas, las visitas obligadas al endocrino, la lucha por entrar en unos pantalones de Zara sin que se saliese el culo por todas partes, por meter las tetas en un sujetador monísimo de Oysho. Para mí todo eso era una parte más de mi día a día y cuánto menos me importaba, más parecía obsesionar al resto. Parecían querer decirme: “Oye, que estás gorda. Deja de comportarte como si nada”. Y entonces, en el culmen de lo absurdo, una gorda se enamoró de un muchacho de muy buen ver y delgado. Y lo que es más raro aún, el muchacho se enamoró de la gorda. Y yo podía sentir –que es un súper poder que he desarrollado a lo largo de mi vida de gorda- cómo los pensamientos iban de cabeza en cabeza: “¿Cómo es posible? Él no está gordo”. Pero ya había un él que complementaba a una ella incompleta y, entonces, ser gorda pasó a un segundo plano.
Es curioso, esta heteronormatividad que nos rodea cómo extiende sus tentáculos, su mierda. Soy mujer, por lo tanto necesito un hombre para convertirme en un ser completo. Pero además, soy gorda, por lo tanto debo conformarme con cualquiera que esté dispuesto a quererme. Somos muchas las que sabemos que el Feminismo nos cambió la vida, pero a mí en concreto me curó. Reconocer las opresiones a las que estás siendo sometida te hace un poco más libre, te dota de herramientas para combatirlas y una vez estás en ese punto eres mucho más fuerte. Existe la gordofobia y existe una opresión, sigilosa, que se traduce en miradas, en risas cómplices de desconocidos, en utilizar el “gorda de mierda” hacia alguien completamente despreciable cuya única virtud es ser gorda. Existe la compasión hacia las gordas, la diarrea verbal del “Quiérete más” del “Si quieres, puedes”.
Desde aquí, queridas personas que os compadecéis de mi o esperáis que me convierta en una Kate Moss, os digo: que soy así, que no hay nada distinto enterrado en mis kilos. Que vuestros cánones de belleza me los como, los digiero y los trituro. Que soy encantadoramente preciosa y que, en el fondo, soy yo la que me compadezco de vosotras.