Este verano del 2011 llegó a mis manos un libro de Simone de Beauvoir, impreso el año 1956: Para una moral de la ambigüedad. Y me ha servido para pensar ciertas cosas, en relación a la repetitiva re-articulación de las feministas para demandar derechos. Hoy, a propósito de un hecho contingente, es otra vez el aborto. Da lo mismo su faz aborto terapéutico o libre, legalizado o despenalizado, seguirá siendo una lucha funcional a los hombres. No estoy en contra del aborto, y espero que huelgue decirlo, pero de todos modos me pongo “el parche antes de la herida”, porque en estas materias cuida y sanciona el espíritu filantrópico.
Solo quiero decir que conseguir el aborto libre, no nos hace libre a las mujeres. Y no estoy “descubriendo la pólvora”, esto lo han dicho todas aquellas feministas pensantes y autónomas que, de acuerdo a cada época, han vivido el fracaso concreto de las luchas formales por el aborto. Así les pasó a las sufragistas, a las feministas de la segunda ola occidental y a las feministas autónomas chilenas y latinoamericanas, solo haciendo mención de la historia relativamente reciente. Entonces, en este sentido, los argumentos sobran, y están escritos y publicados. Es necesario conocerlos, leerlos, estudiarlos y aplicarlos, relacionándolos con la realidad política vigente. Son operaciones mínimas de una reflexión con perspectiva histórica.
No obstante, las feministas se rearticulan encubriendo, una vez más, las diferencias ideológicas que existen entre unas y otras, y visibilizan su lucha “pro” por el aborto libre. Y ahí están nuevamente reclamándoles al Estado, al Parlamento o, de manera menos concreta pero igualmente real, al orden simbólico de los hombres. Tanto para legalizar como para despenalizar (esta última, claro está, mejor opción), los hombres tienen que modificar sus leyes. Por lo tanto, les pedimos que hagan algo modificar, eliminar, derogar, implementar… que solo ellos pueden hacer, porque deben intervenir en sus propias leyes, por las que han velado históricamente.
Puesto que, a estas alturas, sabemos que las leyes son abstractas, pero esto no quiere decir que sean neutras. Sabemos que las leyes se interrelacionan con todo el orden social, cultural y civilizatorio; y sabemos que este orden social, cultural y civilizatorio no es neutro, es patriarcal, masculinista y androcéntrico; es unidimensional y, en consecuencia, incluyente. La misoginia, en todas sus formas y expresiones (odio, desprecio, indiferencia, alabanza, proteccionismo, desvalorización, persecución, exterminio, invisibilización, cosificación, autodestrucción, entre otros, y en lo íntimo, privado y público), es la condena que las mujeres debemos pagar por nuestra “inclusión”. Y a esto no escapan las leyes.
Es aquí cuando, pese al lenguaje androcéntrico de su texto, me sirve Simone de Beauvoir, al describir cómo desarrollan la niña o el niño su conciencia de libertad. Hay, nos dice, un momento inevitable del ser humano, que consiste en que el niño y la niña toman el mundo como algo “dado”, es algo que ya está hecho antes de que él y ella nacieran, no han intervenido en el mundo; el techo de lo absoluto que les tiende el mundo adulto, los aplasta; es el techo de lo “dado”, de lo “formal”. Para las mujeres, enfatizo yo, esta experiencia es radical. La niña toma el mundo como algo “dado”, pero aún no sospecha que, sin las herramientas necesarias, nunca dejará este mundo de ser algo “dado” para ella, es decir, algo “ajeno”.