Su mujer nunca había llevado flores al cementerio, en realidad a ningún cementerio, pero ahora las depositaba con cuidado sobre la tierra removida, con un dolor de fondo que la cubría de gestos tiernos y para demostrar que sólo podía expresarlo así, sobre esos pocos metros donde se ensaya tozudamente la comunicación con un muerto. La diferencia es que ella transformó la tumba en un estandarte.
Esa vez tampoco quiso ir sola. Los pocos compañeros de su marido que no habían caído en el tiroteo o que no habían huido o no estaban buscados en los montes o casa por casa, la acompañaron por una huella que serpenteaba bajo un cielo pampeano límpido, tan ancho como la llanura de abajo. Juntos arrojaron las primeras flores rojas que se esparcieron dentro de los límites del corral con verjas que cercaba la tumba.
Desde lejos se veía el rojo como una señal que convocaba a la gente para decirle: “¡mírenme, no he muerto!,” pese al trozo de madera y sin cruz que decía “Carmen Quinteros 1897-1921”. Cuando emprendió la vuelta al pueblo tras ese ritual de amor militante, la viuda se apartó del grupo, retornó a la tumba, arrancó el corral y lo arrojó a un costado. Los compañeros la esperaban sorprendidos, interrogantes. Les dijo sin detenerse, enojada, al tranco largo: – Si las flores no tienen jarrón, Quinteros tampoco. En la casa la esperaban sus dos hijos. Toda dolor, todavía no se había puesto a pensar qué sería de ella y de ellos. Por lo pronto entró en la pieza que compartió el último año con Quinteros, un sitio donde él podría haberle confiado su miedo, pero no, se lo dijo cuando iban los dos a la estación de ferrocarril esa madrugada en que se definiría la tensa relación con los mercenarios contratados por la casa cerealista para abortar la huelga de bolseros. Ahí, en ese trayecto, tanteó el revólver que llevaba en la cintura y se animó. – Si muero, que me entierren en cualquier parte. En la pieza donde pasaba la mayor parte de las horas, juntó los restos de alambre y papel con que había hecho las flores, las veinticuatro flores rojas. Las hizo con alambre que cortó su hijo mayor y los dobleces de papel crepé que ensayaba el menor, en un silencio que interrumpían para llorar solos, sin apuro, en familia, el segundo día tras la muerte de Carmen Quinteros.
No le hizo caso.
Aunque fue lo último que le oyó decir, ¿qué es eso de enterrar en cualquier parte? Cuando lo escuchó pensó que era una fanfarronada de un anarquista que renegaba hasta de la autoridad de la muerte. También se le cruzó que podía ser miedo, pero no le dijo nada. Ella cuidaba su fama de valiente. El entierro arrancó cuando uno de los carreros que acercaba las bolsas de cereal a la estación desoyó las amenazas de perder la changa. El cajón, pobrísimo, fue llevado hasta el carro por los cuatro adultos que había en la casa a esa hora de la mañana. La viuda y sus hijos, la mujer del delegado de la Sociedad de Resistencia y dos compañeros a quienes les daba lo mismo volver a trabajar o no de changarines en la estación, marcharon detrás del carro, temerosos de cruzarse con la caravana de autos que llegaron de varios pueblos para rendir las honras fúnebres a los policías muertos en el enfrentamiento.
En el cementerio, los cuatro se turnaron para palear la tierra que coronaron con un corral que uno de los bolseros sacó de otra tumba cuyo ocupante nadie recordaba, simplemente para vestir un poco más tanta pobreza de muerto, justo un día después de la muerte de Carmen Quinteros. En la misma pieza austera, de paredes blancas y sin adornos, lo velaron luego de largos trámites y demoras de la policía en entregar los restos perforados de su marido. Pocos se acercaron a acompañarla, pocos habían quedado en el pueblo para decir una última frase libertaria, pocos la vieron vestida enteramente de rojo desafiante de todo lo negro, el mismo día que mataron a Carmen Quinteros.
En esas horas, todavía con más furia que dolor, repasó la salida de Santiago del Estero cuatro años antes rumbo a La Pampa a trabajar en las hachadas del caldén, trabajo duro y peor para andar con familia, sin educación ni sanidad en los obrajes. Quinteros siempre esperó una vida de pobre pero quería evitar una vida miserable. Resolvió entonces que seguirían más al sur, por las vías del cereal, a probar de bolsero en Jacinto Aráuz. En una fonda del norte pampeano le habían confiado que la paga no era mala y que encontraría españoles, los mismos que le enseñarían después el abecé del anarquismo.
Su mujer, antes y después de este segundo partir, le advirtió: – Quinteros, oíme, en el sur está la desgracia.
No le hizo caso.
Junto a otras mujeres de bolseros, llegó corriendo hasta la esquina de la comisaría desde donde se divisaba el caos de muertos y heridos, el estupor de los vecinos y las primeras señales de una persecución que duraría semanas. Los sollozos le salían como hipos que alternan instantes de creer y no creer lo que veían sus indignados ojos negros. Juró que algún día devolvería al comisario su ladina forma de mirar a los que no se resignan, su engaño de conducir al patio policial a los ochenta estibadores a dialogar, cuando en realidad quería desarmarlos a palos. Anhelaba devolverle las cuatro balas de winchester con que mató a Carmen Quinteros, exactamente a las 9,30 de la mañana del 9 de diciembre.
Quinteros estaba en paz, no por muerto sino porque de rodillas, atravesado, alcanzó a gatillar y con un hilo de vista comprobó que un uniforme se desplomaba. Ella no. Toda furia, empezó a buscar en su memoria dónde estaba el vestido rojo, como rojas imaginó que serían las flores hasta el tallo.