Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. […] Este universo en adelante sin amo no le parece estéril ni fútil. […] Hay que imaginarse a Sísifo dichoso.
Albert Camus
Rechazar la idea de dios es hacerse cargo radicalmente de nuestra humana existencia. La libertad a pleno, pero también, inexorablemente, la responsabilidad a pleno. Es entender que ningún ser supremo guarda nuestras espaldas, que no somos inmortales y que nuestra razón, sin ser todopoderosa, puede mucho, pero mucho, si la fe no la señorea. Es vivir sin ese abigarrado más allá de absolutos, tutelas, mandatos, terrores, garantías, velos, muletas, placebos, pretextos, culpas, premios y castigos que llamamos religión. Es correrse de un lugar preestablecido de minusvalía ontológica y gnoseológica para asumir, sin vergüenza y sin soberbia, pero con dignidad y una pizca de orgullo prometeico, nuestra finitud y fragilidad. Hacer el bien por el bien mismo, y no para ganar el paraíso o eludir el infierno. Restituirle a la vida y a la muerte el valor que la metafísica, a fuerza de fabulaciones (la inmortalidad del alma, el pecado original, la divina providencia, el valle de lágrimas, el reino de los cielos y tantas otras), le ha escamoteado.
Ateísmo es hacerse a la mar en la barca del logos sin las amarras de ningún dogma prefabricado, desembarazados del veto teológico, juramentados contra la bárbara alienación del sacrificium intellectus. Es echarse a caminar por los senderos de la praxis sin los grilletes de ninguna hierocracia iluminada, apartados de la mansedumbre del rebaño, enfrentados a los pastores de almas con ínfulas redentoras y punitivas. Ateísmo es librepensamiento y libre albedrío. Es, en una palabra, libertad.
Se dice a la ligera que los ateos somos soberbios, desmesurados. ¿No sería acaso al revés? ¿La soberbia, la desmesura, no estaría en quienes aspiran a la vida inmortal, a la verdad absoluta, a la perfección total? En mi convicción atea, soy más modesto, pues lejos de aspirar a la bienaventuranza eterna, me conformo con ser apenas un buen recuerdo en la frágil memoria de mis seres queridos. Ése es mi paraíso. Tampoco pretendo actuar conforme a la Verdad revelada, sino ser coherente con mi verdad relativa. No quiero la perfección del más allá; me basta con la perfectibilidad del más acá. No necesito el amor de ningún ser superior, pues el amor de mis semejantes me colma.
Un instante de alegría o tristeza (amoroso, estético, intelectual, político, lúdico o cualquier otro), en toda su fugacidad e imperfección profanas, vale más, mucho más, que todas las promesas fabulosas de la religión. “Dichosos los que pueden vivir en el instante, sentir el presente constantemente, atentos únicamente a la beatitud del momento y al arrobamiento que procura la presencia íntegra de las cosas” (Cioran).
No hay mejor vida más allá de esta vida porque no hay un más allá de esta vida. Por lo demás, esta vida, con sus luces y sombras, es nuestra; y sin dejar de serlo, puede ser mejor. Puede ser mejor si queremos, si lo intentamos, si perseveramos. Y mucho mejor si somos muchos quienes nos decidimos a luchar mancomunadamente por ella. El cielo nunca estuvo allá arriba, tan lejos de la vida que vivimos. Siempre nos ha estado esperando en nuestros propios corazones, y allí todavía nos espera. Y algún día –lo presiento– será la tierra que hoy trajinamos. La gloria está al alcance de la mano. Nuestro destino es aquí y ahora.
Federico Mare