Félix Rodrigo fue militante del movimiento obrero y posteriormente, después de romper con aquel, del grupo Los Amigos de Ludd. Conversamos con el autor sobre los contenidos de su último libro.
DIAGONAL CANTABRIA: A lo largo de La Democracia y el Triunfo del Estado hablas constantemente del proceso de deshumanización. ¿En qué consiste ese proceso?
FÉLIX RODRIGO: En este libro, la filosofía y el mundo clásicos tienen mucho peso. El pensamiento del S. XX, dejando a un lado alguna excepción, no me merece mucha confianza. Yo defino al ser humano según lo hacía la filosofía clásica, esto es, por unas cualidades que son básicamente el entendimiento, el sentimiento y la voluntad. La sociedad moderna es la puntual negación de esas tres cualidades, añadiendo una más, la sociabilidad. Y hay una razón. El ser humano de la modernidad es básicamente fuerza de trabajo, esto no lo podemos ignorar. Nosotros vivimos en las sociedades del trabajo, donde el trabajo es el centro de la vida de la gente. Y el elemento clave de la mano de obra es su docilidad, no su eficiencia o su eficacia técnica, eso es secundario. Por ello, tienen que destruir los rasgos más específicamente humanos. Si se piensa, hay conflicto, si se siente, se tiene libre albedrío o se es sociable, también. Hoy, la deshumanización se diferencia de otras épocas de la historia por la particular fuerza que tienen los aparatos de deshumanización, es decir, el Estado. Si comparamos la actual situación con la de hace trescientos años, el proceso de deshumanización ha avanzado porque los aparatos para el control de las mentes y las conductas han progresado enormemente.
D.C.: Haces una crítica de las revoluciones y propones otro tipo de revolución, ¿cuál es tu propuesta?
F.R.: Yo creo que hay que dejar a un lado los modelos revolucionarios clásicos –el modelo francés, el modelo ruso y los modelos revolucionarios de liberación nacional–. Aunque en el libro está poco desarrollada esta cuestión –es más un texto de preguntas y respuestas a medias que de respuestas acabadas–, entiendo que una futura revolución tiene que plantearse sobre todo el problema de la libertad. Por ejemplo, el problema de fondo de la revolución rusa es que fue productivista. Pero el verdadero problema de todas las revoluciones ha sido el desarrollo de los aparatos de adoctrinamiento, amaestramiento, represión, el control técnico, el control a partir del funcionariado el desarrollo de tantos años de universidad. La cuestión esencial es la libertad.
D.C.: En el libro haces también una crítica de la felicidad, hablas de catastrofismo, ¿puede explicar un poco más estas cuestiones?
F.R.: Es una constante en mí, yo me reclamo mucho de la filosofía estoica. La noción de felicidad es absurda. Mi idea de la vida humana es más bien trágica. Sigo pensando como los existencialistas, que “somos seres para la muerte y la finitud nos aplasta”. No puedo adecuarme a la idea de felicidad o placer que me parecen de la sociedad de consumo. La noción fundamental para mí no es el hedonismo ni la felicidad, es el esfuerzo y debe seguir siendo esfuerzo al servicio de metas trascendentes. Por eso mi lema es esfuerzo y servicio y no placer y felicidad. Pero esto no debe confundirse con lo sexual, lo sexual es bueno porque es convivencial.
D.C.: Así mismo, pareces apoyar una especie de voluntarismo o decisionismo, ¿en qué consiste?
F.R.: La historia se hace por decisiones complejas y no hay ninguna explicación determinista de la historia. La realidad objetiva condiciona pero no determina. Si en el S.XX, en los países ricos, no ha habido revolución es porque no ha existido una voluntad de hacerla y no se han trazado intelectualmente los caminos. Lo que pasa es que la gente está muy perdida en las luchas pequeñas y en los compromisos pequeños. Deberíamos buscar desde la pluralidad una decisión para transformar esta sociedad. Una futura sociedad libre tiene que ser na sociedad plural. Tendríamos que ponernos de acuerdo en tres o cuatro puntos decisivos, por ejemplo, la desaparición del Estado, un gobierno por asambleas, el respeto riguroso de la libertad de conciencia…
D.C.: En la última parte del libro propones la “renuncia a toda forma de interés particular” como ‘fórmula revolucionaria’, ¿es eso posible?
F.R.: Hubo una corriente que fue triturada por la Inquisición del S.XVI, los iluministas castellanos, que defendían “la renuncia en sí”, o sea, la renuncia al interés particular. Ellos llevaron a cabo un proceso muy curioso que terminó cuando en 1529 la inquisición les hizo desaparecer en las cárceles de Toledo. Esa tradición quizás no sea posible del todo, pero podría haber una aproximación… Soy muy partidario de la renuncia del sí mismo. Pertenezco a una generación de egoístas contumaces, la generación de los años setenta, una generación donde el yo se ha hipertrofiado. He visto a toda una generación destruida por su propio yo.
D.C.: Una de las cuestiones más novedosas y exitosas de tus escritos es la recuperación de la memoria de la tradición comunitaria o concejil y de la figura del Beato de Liébana.
¿Qué era el concejo abierto?
F.R.: Lo que nosotros aquí conocemos es una mezcla de la tradición de los pueblos prerromanos (cántabros, astures y vascones) y la del cristianismo revolucionario que llega con el monacato. Esta síntesis la hace Beato de Liébana en su comentario del Apocalípsis de San Juan [S.VIII]. La tradición concejil fue un fenómeno singular ligado a una realidad muy singular en la Península Ibérica –en el único sitio donde ha habido algo parecido es en el norte de Italia–. El concejo abierto es la única forma de democracia, no existe democracia representativa, la democracia actual es un engaño. La democracia o es directa o no es. Pero me interesa sobre todo comprender el trasfondo de aquella sociedad. Yo la he definido como sociedad convivencial y creo que todo estaba organizado en esa dirección. Los comunales para evitar el conflicto entre el tú y el yo, el concejo abierto para evitar el conflicto entre mandantes y mandados.
D.C.: En tu análisis estableces los vínculos entre Estado y Capital, ¿qué tipo de relación existe entre ambos?
F.R.: El capitalismo es un producto del Estado. Y sobre todo, a partir de la revolución industrial es el Estado quien desarrolla el capitalismo, no al revés. Sin exagerar, podría decirse que el capitalismo nació como una institución militar: la revolución industrial nació para satisfacer las necesidades del ejército inglés.Por otro lado, yo entiendo el capitalismo no tanto como una forma de explotación sino, sobre todo, como un engendro liberticida. Y, por eso, el trabajo asalariado es la negación de la libertad civil en su forma extrema. No puede ser libre una sociedad donde haya trabajo asalariado.
+ ANÁLISIS HISTÓRICO: La revolución liberal+
D.: Otro de los puntos fuertes de tu libro es el análisis histórico el S.XIX. ¿Cómo valoras la revolución liberal?
F.R.: Yo llego a una conclusión completamente opuesta a la contenida en los libros de texto. Considero que la revolución liberal es un simple proceso de crecimiento del Estado. Por eso, la condeno rotundamente. Lejos de ser la conquista de la libertad, fue la creación de nuevos procedimientos para la destrucción del individuo y de las formas asociativas y comunales naturales. Mi estudio básicamente es una denuncia de la historia de Occidente en los últimos 200 años. Es decir, analizo cómo se ha pasado de
poderes débiles a poderes muy fuertes y crecientes. La constitución de 1812 es un salto al totalitarismo, como las otras constituciones… 1837, 1869, 1876, 1931 y la actual no han sido más que sistemas de crecimiento del poder, del ejército, de la policía, del aparato funcionarial, del aparato judicial. El Estado actual es más potente que el del franquismo y, por lo tanto, tenemos menos libertad que bajo el régimen franquista, aunque de otra manera. La dictadura franquista ha sido sustituida por una dictadura
parlamentaria partitocrática.